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Somos la cadena

  • 07/12/2019

Mi plan es echarme una siesta antes de salir a un par de reuniones.
Luego de calcular lo que me tomaría llegar a mi primera cita, le añado por precaución veinte minutos a mi alarma. Duermo, despierto fresco y salgo contento por haber visitado a mi madre. Pero me cambia la cara: una camioneta blanca obstruye mi carro. “¿No lo vio irse?”, le pregunto al señor que lava los autos. “Lo vi chequeando su celular… después seguí lavando”. Don José se aleja para indagar y yo trato de tranquilizarme, ya aparecerá: quien haya sido, sabe bien que ha estacionado mal.
Aprovecho de responder algunos correos mientras me tienta usar mi aplicación para indagar el tráfico que me espera. Ahí vuelve don José: su rostro me adelanta que no lo ha encontrado. “Si le pide a este que se mueva, de repente sale”, me dice, señalando un carro estacionado delante del infractor. “Es de allí”, me muestra arriba, y justo por la ventana aparece un señor hablando por celular. Le hago señas y al rato baja compungido: “Amigo, movería encantado mi carro, pero se me ha plantado”.
A estas alturas me planteo posponer mis citas o, quizá, cancelar la primera. Me doy tres minutos más. Después de transcurridos mis veinte minutos de escudo, tomo una resolución: dejaré mi carro y tomaré un taxi.
Pero antes, le bajaré las cuatro llantas al hijueputa.
Escojo una llave de mi llavero y me pongo en cuclillas. Desenrosco la tapita y presiono la válvula. El aire escapa y el ¡psssssss! me descomprime a mí también. De pronto escucho a mis espaldas: “señor, ¿qué hace?”. Levanto la mirada: un tipo en sus cuarentas me mira asombrado. “Solo fui a dejar unos papeles”, balbucea. Yo sigo presionando la válvula, fingiendo calma. “Ya estoy aquí, ya me voy”, implora. Me pongo de pie. Es algo más bajo que yo. Podría madrugarlo. “Mil disculpas por la molestia”, y me extiende la mano. Lo miro feo. Suelto la tapita de su válvula en su palma y subo a mi carro. Una vez en mi trayecto, noto que mi cuello se ha endurecido. Mi parte sana me pide relajarme, pero la otra me vuelve temerario: maldigo contra las luces rojas y en algunos tramos considero acelerar más de la cuenta. Para colmo, me topo con un desvío. En un cruce atiborrado, ya cerca de mi destino, me paso una luz en ámbar, ¿y qué es lo que consigo? Que la mitad de mi auto obstruya parte de la intersección. Un conductor al que he obstaculizado me mira impaciente y yo me digo que si pudiera contarle, tal vez me entendería.
¿Pero entender qué, exactamente?
¿Que lo estoy obstruyendo porque alguien me obstruyó a mí?
El caos ciudadano empieza en el momento en que alguien deja de pensar en el otro: quien solo atiende a su conveniencia ocasiona una perversa cadena. Quién sabe si a ese tipo que me obstruyó alguien no le hizo perder tiempo y, en su desesperación, me trasladó a mí su apuro egoísta. Quién sabe si después yo no incidí en el conductor que obstaculicé. Quién sabe si después él no lo hizo con alguien.
Quién sabe si hoy no debí sacar mi bicicleta.

 

 

 

 

 

 

 

 

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