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Nuestro escritor blanqueado

  • 30/11/2019

Machado de Assis es el escritor que todo brasileño ha leído una vez en el colegio, y si no sus libros, al menos su nombre: decenas de calles llevan su apellido en las urbes del país vecino. Nacido en 1839 y fallecido en 1908, Machado de Assis ha sido comparado con Flaubert y Kafka, y una rápida inmersión en internet me hace topar con una mención que de él hizo Susan Sontag: “el más grande escritor jamás nacido en Latinoamérica”. Su “Don Casmurro” es una novela deliciosa que pisa los terrenos de la comedia: las memorias de un marido celoso, tal vez prisionero de la paranoia.
Sin embargo, es la imagen de Machado de Assis la que ha tenido una trama novelesca, y cuando hablo de su imagen es de manera literal. Hace poco, de visita en Lima, mi amigo Humberto Polar compartió algunos trabajos realizados por la red de agencias publicitarias a la que pertenece y me enteré de que Machado protagonizó una campaña de su filial brasileña que ha tenido una enorme repercusión periodística y cultural. La campaña se llama “Machado de Assis Real” y ha buscado erradicar del imaginario brasileño la imagen de escritor blanco que se tiene del aludido. Porque Machado de Assis era negro. O, por lo menos, descendiente de esclavos liberados: un fenotipo que está muy lejos del europeo que su retrato tradicional le ha mostrado a generaciones de lectores. La campaña ha viralizado el retrato de Machado sin haber pasado por ese blanqueamiento y, hasta donde sé, causó tumultuosas reacciones y logró descolgar la fotografía oficial de Machado en la Academia Brasileña de Letras para colocar una más acorde con la verdad biológica. No es de extrañar que una sociedad impregnada por el predominio blanco busque minimizar los logros de etnias subvaloradas por el racismo y que, incluso, se apropie de ellos. Si la imagen de un mesías treintañero nacido en Judea nos ha llegado con ojos azules, ¿cómo no iba a ocurrir con la de un escritor afrobrasileño?
Y, sin embargo, en Perú ocurre algo similar con otro escritor totémico.
Este 2019 se cumplieron cien años del fallecimiento de Ricardo Palma. Se le han organizado homenajes, se ha hecho lecturas de sus “Tradiciones Peruanas”, la feria del libro que lleva su nombre está abierta en estos momentos al público y, al menos hasta mí, no ha llegado ni una sola palabra que lo describa como descendiente de africanos. Hijo de mestizo y de “cuarterona” –vaya palabrita–, es probable que el mismo Palma, nacido en un Perú mucho más cercano del virreinato que el que hoy habitamos, haya tenido que soslayar su origen, aunque de poco le haya valido a la hora de la mezquindad de sus colegas: Juan de Arona le dedicó unos versos titulados “El tamalero” y González Prada, su público adversario, le escribió otros infames que vilipendiaban su ascendencia africana, aunque se guardó de publicarlos.
Conocer esta reivindicación de la herencia africana de Machado me hizo recordar a ese Palma que en mi infancia imaginé blanco y papanoeleado; un retrato con ponzoña que insiste en decirle a nuestra sociedad que los genes negros zapatean, cantan, corren, saltan, golpean, cocinan, siembran y cosechan, pero que no deben escribir hermosas páginas ni pretender grandezas intelectuales.

 

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