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Mi velorio

  • 18/02/2021

Luego de ver el documental Dick Johnson is dead –por recomendación de Dante Trujillo– he quedado dulcemente consternado. La frecuencia con que uno piensa en la muerte suele ser inversamente proporcional a los años vividos: la primera vez que me detuve a reflexionar sobre ella fue a los nueve años, cuando un compañerito quedó huérfano de madre. A esa edad, la suya me pareció una tragedia inconmensurable, pero las muertes que de a pocos fueron llegando a mi familia y la lenta comprensión del desmoronamiento propio, de mis semejantes y de mis padres, me han llevado a tenerla presente con resignación. Obviamente, ahora que convivimos con una pandemia voraz, la muerte es un tópico que atraviesa todas las edades, pero desde una perspectiva histórica se trata de un hipo: la humanidad vive y vivirá negándola.
Aquí radica el valor de este documental, creado y grabado por Kirsten Johnson, la hija cineasta de Richard Johnson, un anciano estadounidense que va camino del sepulcro a causa de una enfermedad degenerativa. En este tipo de trances, lo bueno dentro de lo terrible es que, al contrario de las muertes súbitas, ofrecen oportunidad para las despedidas, y esta película es uno de los ejemplos más creativos para este tipo de rituales. El documental, por ejemplo, está salpicado de secuencias en las que Richard Johnson muere de formas absurdas con la ayuda de dobles profesionales que ayudan a hacer creíble la ilusión: un anticipo de lo inevitable lleno de humor negro.
Pero la secuencia que más me impactó es la del velorio del protagonista.
Al contrario de quienes se abstienen de nombrar los temas incómodos con la ilusión de que no se cumplan, siempre me ha parecido que nombrar a conciencia lo más temido es una buena forma de prepararse para ello. Usted y yo sabemos que, de todo aquello que tememos, lo más inexorable es la muerte. Vendrá. Usted morirá. Moriremos. Quién sabe si en este instante, mientras usted lee estas líneas, yo ya no esté: así de contundente puede ser.
No todos se obligan a hablar de ella como yo, por supuesto.
Mi madre y mi novia se incomodan cuando me oyen conversar de mi muerte con mis hijas: cada vez que les recuerdo qué canción no deben poner en mi velorio; cuando discutimos si el ataud debe ponerse en nuestra sala o si conviene un velatorio, cuando les aseguro que me las arreglaré para jalarles las patas si alguna vez pelean por alguna de mis posesiones, cuando antes de cada viaje les recuerdo las instrucciones para que un banquero no se quede con lo que les corresponde.
Lo que nunca les he dicho es que mi fascinación por los velorios tiene una explicación razonable: para mí, suelen ser la medida de una vida.
Si el difunto tuvo una vida plena, quizá su velorio no vaya a ser apoteósico, pero estarán los que importan: una muralla de pechos encendidos que se acompañarán, recordarán juntos y, sobre todo, celebrarán un legado bueno. Si, por el contrario, el difunto tuvo una vida más superficial y disgregada, es probable que la mayor parte de la asistencia acuda por cumplir: se compartirán chismes, se intercambiarán tarjetas, y del muerto se dirán anécdotas que no necesariamente transformaron vidas.
Entonces, imitando a Richard Johnson en la película, me asomo al mío con curiosidad y algo de temor. ¿Cuál será el clima que terminará por asentarse? ¿Qué información obtendrán mis hijas de aquellos que me conocieron en un ámbito distinto? ¿Recibirán frases moldeadas por la etiqueta o escucharán testimonios auténticos? ¿Acudirá el amigo que una vez traicioné? ¿Aceptará al final mi vieja petición de perdón? ¿Se hablará con honestidad de lo malo y bueno que tuvo mi vida en vez de caer en los horribles lugares comunes? ¿Aparecerá ese tipo que alaba mi escritura en persona pero que se burla a mis espaldas, en un acto final de hipocresía?
A veces también fantaseo con los velorios de las personas que amo.
¿Tendrá O. un velorio al que acudirán sus hijos, reconciliados con él?
¿Tendrá P. un velorio digno y a la altura de su solidaridad?
¿Tendrá mi novia un velorio dulce y con más amores fructificados, muchos años después de que yo no esté?
No quiero morir, obviamente. No ahora.
Como muestra, testifico que el timbre de mi departamento acaba de sonar: es un oxímetro que he comprado para medir si se me está yendo la vida.
Antes de ir a recogerlo en la portería, vuelvo a recalcar todo lo que he querido decir: que vivamos como queramos que sea nuestro velorio.
Para tenerlo –y no ser enterrado con premura y en soledad–, es que tanto me estoy cuidando de esta caprichosa enfermedad.

(Publicado en Jugo de Caigua el 6/2/2021)

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