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Mi bicicleta obscena

  • 20/12/2016

Lo que más le agradezco a mi padre fue todo aquello que no me dio.
Cada año, por ejemplo, mis hermanos y yo esperábamos la Navidad para tener el único regalo que recibiríamos en el año, sujeto, además, a nuestras calificaciones.
Nunca voy a olvidar diciembre de 1980.
Hasta esos días pedaleaba sobre una bicicleta pequeñita de jardinero y soñaba con esas que tenían manubrio elevado, asiento banana y el respaldo en forma de imán. Una de las que usaba Kevin Arnold.
Mi padre fue conmigo a la tienda y señalé la más parecida a la de mis sueños. Pero él me sorprendió.
-¿No te gusta esa?
Era un modelo apartado del resto, que nunca había visto en mi ciudad. Tenía tubos negros y aplicaciones amarillas, llantas gruesas y robustez de moto; una bisabuela de las actuales BMX. Accedí, alucinado, y él pagó con una tranquilidad que contradijo su imagen de tacaño.
Durante algún tiempo fui la envidia de mi barrio y si hoy a veces me sueño en ella, quizá sea porque mi montañera -así la bauticé después- me fue robada. Las separaciones abruptas suelen construir mitos.
Esa montañera simboliza mis veranos plácidos, pero también resume esa consigna de mi padre que traté de cumplir con mis hijas: Que llenar a un niño de regalos antes que de límites lo convierte en una máquina rasgadora de papel y no en alguien que de verdad se contenta.
¿Por qué me he puesto a escribir esto hoy?
Porque hoy, después de todos estos años, tendré bicicleta nueva por Navidad: me compré una tan obscenamente hermosa, que es capaz de detener el tráfico.
Al pagarla recordé el gesto de mi padre y su insólita despreocupación por su precio, la suficiencia de ese hombre que hoy habría cumplido 76 años exactos.

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