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El peruano que no sabía cocinar

Un reportaje de Diego Zúñiga (Revista Qué Pasa, Chile)

Escribió la primera novela acerca del boom gastronómico de Perú, “Cocinero en su tinta”, pero Gustavo Rodríguez no sabe preparar ni siquiera un aderezo. Tiene 43 años, además de escritor es un reconocido publicista y generó, sin querer, la última polémica que enfrentó a escritores y chefs en su país.

Ésta es una novela que da hambre. Es decir, es una novela que no se debe leer a eso del mediodía. Porque lo que ocurre en esta historia -donde hay demasiados ceviches, demasiados anticuchos, demasiadas papas a la huancaína- es que te dan ganas de abandonar sus páginas e ir a un restaurante peruano y comer eso: ceviche, anticuchos, pescados.

Aunque tampoco es tan fácil soltarla. Cocinero en su tinta, la última novela del peruano Gustavo Rodríguez (43), tiene esa gracia; eso de leer y avanzar, sin pausas, en este relato protagonizado por un chef, que en Perú es algo parecido a decir protagonizado por un rockstar. Porque allá decir Gastón Acurio, Rafael Osterling o Pedro Miguel Schiaffino -todos chefs famosos, importantes, reconocidos a nivel mundial- es como nombrar acá algún futbolista o algún personaje de la televisión. Es ése el nivel de fama, de reconocimiento, de visibilidad.

Y todos ellos tienen, a lo menos, un cameo en Cocinero en su tinta, la primera novela sobre el boom de la gastronomía peruana -que tan bien conocemos por estos lados-, y que es, en parte, la causa de la última polémica que se vivió en Perú. La última polémica gastronómica. La última polémica literaria.

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Hace tres años, Gustavo Rodríguez tuvo una crisis personal. Una de ésas que lo cambian todo, que derrumban lo hecho y que te exigen que vuelvas a construir algo con esos escombros. Era un matrimonio muy largo que se terminaba. Era un divorcio que recién empezaba. Entonces, había que asumir esos cambios. En la vida, pero también en el trabajo. Rodríguez -que ya había publicado un par de novelas exitosas y que era reconocido en su labor como publicista- quería darle un giro a su carrera. Y ahí, entonces, aparece un día Julio Villanueva Chang -fundador de la revista Etiqueta Negra-, quien le dijo que era curioso que en la literatura peruana no hubiera textos acerca de su comida, tan presente en todos lados.

–Y como yo estaba en la búsqueda de un personaje con el cual pudiera dialogar sobre los temas que me estaban tocando en ese momento, me dije: “Bueno, un cocinero peruano podría ser esa persona que está pasando una crisis. ¿Por qué no?”. Y ahí empezó todo –dice Rodríguez, al teléfono desde Lima.

Ahí empezó, primero, la investigación. Porque hay un detalle que es bueno saber y que Rodríguez lo cuenta con el tono de quien está diciendo una maldad: “Yo no sé cocinar”. Sí, el autor de la primera novela que aborda el boom de la gastronomía peruana no sabe preparar ni siquiera un aderezo. Pero se ríe. Dice que es muy flojo para aprender a cocinar. Y lo dice después de haber pasado muchos días conversando con el chef Pedro Miguel Schiaffino -dueño del restaurante Malabar, en Lima-, quien lo ayudó a conocer el mundo y la cabeza de los cocineros peruanos. Y quien, también, se terminó convirtiendo en su amigo y en uno de los personajes principales de la novela.

–Siempre me atrajo la comida del Malabar, sobre todo porque en su carta había una vertiente amazónica, que era algo que quería que el protagonista tuviera. Schiaffino fue muy generoso. Cuando está en la cocina es un niño que juega todavía –cuenta Rodríguez.

Se juntaron varias veces. Rodríguez lo iba a visitar al restaurante, con su libreta, y le hacía preguntas. Intentaba meterse en su cabeza, saber cómo es un chef cuando está cocinando. Lo visitaba al mediodía y en las tardes. Y Schiaffino respondía, una y otra vez, mientras le mostraba cómo se hacían los platos que sirve en Malabar. Hablaban y comían, mientras Rodríguez, en su cabeza, iba dándole forma al protagonista de su novela –Rembrandt Bedoya– y a su historia: un chef reconocido, que se acaba de separar de su mujer, que está enamorado de otra, y que recibió una invitación para presentar un plato nuevo en el Madrid Fusión.

 Y ése es, en parte, el gran problema que tiene el protagonista: que no sabe qué plato inventar. Y ese mismo problema tuvo Rodríguez a la hora de pensar en la solución.–Yo me decía: ‘pero qué invento que no esté hecho y que represente al país’. Entonces me inspiré en un plato que Schiaffino tiene en su carta (un rocoto acaramelado) y también en una comida que aparece en la novela Los eunucos inmortales, de Oswaldo Reynoso.Cuando ya tuvo la novela casi lista, Rodríguez volvió a ir donde Schiaffino, pero esta vez no para preguntarle más cosas, sino para leérsela completa, en especial las partes donde el protagonista se enfrenta a la cocina y habla de recetas y de ingredientes.–Yo le iba leyendo los pasajes y él me miraba y me decía, “sí, sigue, sí”. A veces me sugería algunos cambios de ingredientes, pero fueron pocos. Cuando terminé de leérsela sentí que armé una obra verosímil y que estaba aprobada por un cocinero de talla mundial –dice Rodríguez entre risas.

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Lo hace un par de veces en la novela, cuando presenta a algunos personajes. La idea es así: “Mi padre. Escoger un fogón antiguo/ y una viuda que cocine sin ganas./ Echar a calentar una olla y poner en ella:/ un camarón pequeño, casi una larva;/ papas de Colca, rocoto con venas./ Agregar a modo de arvejas consejos de tíos,/ mandados de farmacia, pensiones universitarias./ Añadir una esposa amorosa/ y quitarla antes de tiempo./ Al alcanzar el hervor,/ rociar generosamente con anís Nájar o pisco de Majes./ Mientras hierve, tapar la olla con una piedra encima./ Abandonar”.

Eso: la vida de las personas como una receta de cocina. El cruce inevitable entre comida y biografía. Porque Rembrandt Bedoya tiene que inventar un plato y para eso entiende que debe regresar a sus orígenes, que ahí, en el pasado, en la infancia, están los elementos que lo ayudarán a resolver ese problema.

Y si hiciéramos ese ejercicio con la vida de Gustavo Rodríguez, tendríamos que poner en la olla su infancia en Trujillo -al norte del Perú-, los años 80 como estudiante de Publicidad en Lima, la idea de crear y de contar historias, primero como publicista y luego como escritor. Y, claro, los premios y el reconocimiento que le han llegado con sus trabajos. Y una pizca, casi siempre, de polémica. Como lo demuestra esta última novela.

La historia es así: el 1 de febrero pasado, el escritor Iván Thays –finalista del Premio Herralde y creador del blog Moleskine Literario– publicó en su nuevo blog de El País un texto donde mencionaba la aparición de la novela de Rodríguez, para luego confesar que nunca le ha gustado, particularmente, la cocina peruana. De hecho, escribió: “Mis restaurantes favoritos son los de pasta y creo, honestamente, que la comida peruana es indigesta y poco saludable”.

Y fueron esas últimas palabras las que generaron un revuelo de aquellos en Perú. Con insultos. Con más de 1.000 comentarios en el blog. Con la noticia apareciendo en diarios y en la televisión. Con los chefs preguntando quién era Iván Thays, con los escritores defendiéndolo, y con Gustavo Rodríguez no entendiendo nada.

Cuando Thays publicó el post, Rodríguez estaba en el Hay Festival, en Cartagena de Indias, en una burbuja de literatura con otros escritores. Así que no supo nada hasta que, cuando aterrizó en Lima, a la mañana siguiente vio que en Twitter y en Facebook estaban haciendo leña con Thays.

–Yo lo dije: “Prefiero un país con mala cocina, pero con educación y tolerancia”.

Rodríguez no lo podía creer. Y es que en Perú, el tema de la gastronomía es algo casi intocable.  Es un orgullo nacional.

–Perú es un país que idealiza mucho, que tiene ideas equivocadas sobre su historia y sobre su realidad. Desde lo más tonto, como que creemos que fuimos grandes en el fútbol, cuando eso no es cierto. Llegar a ser séptimo en un mundial (en 1970) no significa ser grande –dice–. Tenemos un discurso acerca de lo peruano, lo reivindicamos, pero no recordamos que el ceviche no existiría sin España, de donde trajeron el limón, la cebolla. Estamos dando los primeros pasos para ser una comida importante. Ya se habla de nosotros en el vecindario y en otros países. Pero vamos paso a paso.

Y en esa internacionalización, la figura de Gastón Acurio fue -y sigue siendo- muy importante. Por eso Rodríguez no la obvia y lo retrata como el hombre que dio ese primer paso, pero sin olvidar a los otros. A los cientos de cocineros anónimos. A los que tienen puestos en la calle, a los que venden anticuchos, a la gente del interior, del Amazonas, que fueron los primeros en experimentar.

–Ellos hicieron la primera plataforma para que cocineros más profesionales pusieran técnica y concepto, y transformaran lo artesanal en arte, en muchos casos –explica Rodríguez, quien en la novela pone a Ferran Adrià como uno de esos artistas. Y a Gastón Acurio también, aunque con un mayor protagonismo.

De esta forma, Rodríguez va armando el universo de los cocineros.  Con una mirada que se pasea entre la admiración y la crítica, que ve a los chefs como héroes: “La culpa la tienen los futbolistas. Si tuviéramos un fútbol de putamadre, no se pensaría en los cocineros como salvadores de la nación”, escribe.

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Con el paso de las semanas, la polémica fue desapareciendo. Pero la mención de Thays terminó convirtiéndose, de alguna forma, en la mejor campaña publicitaria para la novela. Ya casi se agota la primera edición y Rodríguez espera presentarla pronto en distintos países, incluido Chile, donde en 2010, durante la Feria del Libro de Santiago, junto a Alberto Fuguet lanzó su novela anterior: La semana tiene siete mujeres.

Pero no sólo esto lo une a Chile. Porque hace casi 10 años fue, en parte, el causante de una polémica entre Perú y nuestro país que generó una “guerra” comercial. Y todo por un racimo de uvas.

De la revista Caretas le pidieron una imagen para acompañar un reportaje y él hizo un racimo de uvas –con la forma de Sudamérica– al que le sacó los gajos en la franja de Chile. Frente al territorio decía: “Chile, despídete del pisco”. Alguien la colgó en internet y ahí explotó todo.

–Me acuerdo de haber estado haciendo zapping y vi a chilenos rompiendo el aviso frente a las cámaras y dije: “¡No, pero tan lejos llegó esto!”. Luego, a raíz de toda esa polémica, cuando se supo que Chile declararía un Día Nacional de la Piscola,  y como los peruanos hacemos las cosas con retardo, se instituyó el Día del Pisco Sour.

Ahora, más lejos de la publicidad y más cerca de la literatura, está trabajando en una nueva novela acerca de un país sudamericano en tiempos de elecciones presidenciales. Recién está comenzando, pero Rodríguez sabe del tema: en el 2000 fue asesor de Alejandro Toledo cuando éste se enfrentó con Fujimori.

–Fue interesante trabajar en una época en la que había un régimen que de verdad te seguía. Toda aquella campaña la hicimos cuando no se sabía totalmente la podredumbre que había detrás de este régimen, pero se sentía –dice y explica, rápido, que no busca retratar esa experiencia en la novela. Que tendrá que investigar, nuevamente, aunque esta vez no entrevistará a nadie en una cocina.

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