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Yo, que no soy príncipe

  • 03/01/2010

En estas fiestas me regalé algo insólito en mi vida: afeitarme en una barbería.

La ceremonia duró media hora; lo suficiente para recomendársela a todo varón que se enfrenta al espejo con una cuchilla descartable. Repasémosla por tríos: la silla tipo Apolo XI, la toalla caliente en la cara, la escobilla que esparce la espuma cítrica. La radio con baladas de los años sesenta, las bromas de los viejos parroquianos, el olor a revistas viejas. La cuchilla de mango nacarado, la mano firme del barbero inmovilizándonos el cráneo, la primera acometida en la línea de la patilla. El ras-ras de la hoja contra los pelos, los dedos del barbero estirando la piel centímetro a centímetro, la valentía de poner nuestra garganta en manos de otro.

Todo esto me costó más de lo que había calculado, pero valió mucho más.

Recién entiendo por qué las chicas van a la peluquería a lavarse el pelo, cuando podrían hacerlo en casa: las princesas de los cuentos jamás vivieron la era plebeya del “hágalo usted mismo”.

 Mi versión masculina podría resumirse así: a falta de ayudas de cámara, buenos son barberos.

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