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Yo confieso

  • 13/02/2015

Escribo esto aún con droga en la sangre mientras una vocecita me susurra que me arrepentiré de oprimir la tecla “Enviar”.
Así que si usted está leyendo esto es porque a las finales el mundo me importó un joraca al menos por una vez en la vida.
Hace mucho que no aspiraba cocaína en una borrachera y la razón por la que anoche volví a los infiernos es porque mi novia me mandó hasta allá con todas sus letras.
Le fui infiel. Ya está, lo dije.
Pero mi infidelidad no ha sido una del montón, de esas que María Conchita Alonso buscaba disculpar con una noche de copas; la mía ha sido alevosa, felona, pérfida, con el total dominio de mis sentidos justo antes de perderlo entre sábanas y otros detalles que es mejor no mencionar, porque aparentemente aun me funciona la autocensura.
Me metí con su prima hermana, que en este caso es casi meterse con la hermana, porque se quieren –o se querían– como tales. Mi amante es una chica de veintipocos años, de esas que inspiraron a José José a cantar esa canción sobre la diferencia de edad (creo que esta noche soy un embajador de Radio Felicidad, qué le voy a hacer).
Hace seis meses que la engaño. A mi novia, claro. Y también a su prima, qué diablos, porque mientras mi novia me esperaba en su casa enviándome mensajitos cariñosos (qué quieres que te prepare) yo estaba en un hostal de la avenida Aramburú (¿amor, ya vienes?) jurándole a su deliciosa prima por enésima vez (amor, la comida se enfría) que pronto volvería a estar soltero, (no contestas, espero que no tengas mucho trabajo) que lo mejor para estar juntos de verdad era una estrategia de largo aliento, separarme de mi novia, dejar de vernos por un tiempo, simular después de varias semanas un encuentro casual, fingir luego que nos habíamos vuelto confidentes, después amigos, y luego… bueno. En suma, le decía a la prima riquísima que mi novia aceptaría con mejor cara un romance nacido de la amistad estando ambos solteros, que uno germinado en la deslealtad. Casos conozco de mujeres que dejaron a un hombre para casarse con su hermano: el problema no es el cambio, sino cómo encaras la transición. Todo esto le decía. ¿Por qué fui tan caradura y autodestructivo? ¿Qué me llevó a poner en peligro una relación tan pacífica, tan querida por mis hijas, tan aprobada por mis amigos? ¿Qué me hizo romper una relación fraterna entre dos chicas buenas? Alguna vez mi psicoanalista me dio una pista: el conflicto es el motor de lo que emprendo. De otra forma es imposible explicar este deseo mío de romper con la armonía. ¿Por qué, sino, he hecho abortar a cuatro mujeres en mi vida, le robé a mi último socio y me he sentado borracho y coqueado para escribir esto? De la misma forma tampoco puedo dejar de preguntarme qué lo llevó a usted a leerse de cabo a rabo este testimonio de ruindades que me acabo de inventar y, también, si está a favor de la próxima marcha contra la “televisión basura”. Porque si es así, reconsidérelo: tratándose del morbo, quizá debamos marchar contra nosotros mismos.

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