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Vota por mí en Luces

  • 28/11/2014

Hace tres años leí alrededor de 900 relatos en algo más de un mes.
El aliciente para tamaña labor de lectura era un pago bastante razonable y, sobre todo, el prestigio del concurso literario que me había convocado.
Cuando el jurado emitió su veredicto luego de varias rondas de conversaciones, la redacción del acta usó términos técnicos y racionales que trataban de resumir de manera imposible todos los factores que los cuentos ganadores habían suscitado en la mesa de deliberación. Y aunque los integrantes del jurado sabíamos que si en esa edición del concurso se hubiera puesto a seis personas distintas el resultado podría haber sido otro –juzgar arte es un oficio altamente subjetivo– y que por ello catalogar al ganador como “el mejor” hubiera sido un ejercicio vanidoso de nuestra parte –en este mundo donde cada uno ha tenido millores de emociones únicas e irrepetibles, ¿quién tiene el derecho de decir que una experiencia es intrínsecamente superior a todas las demás?– teníamos la satisfacción de haber hecho nuestro mayor esfuerzo leyendo y ponderando absolutamente a todos los participantes.
Hace unos días, sin embargo, algunas personas empezaron a pedirme lo contrario.
Para explicarme mejor, voy a dramatizar un diálogo por chat que inició conmigo un conocido un viernes, pasada la medianoche.
–Hola Gus
–Hola! En qué andas?
–En el Juanito (emoticón de tragos y cotillón)
–Salud!
–Oye, mi obra ha sido nominada entre las mejores del año por el Premio Luces
–Felicitaciones!
–Este es el enlace
–Ok
–Ojalás puedas votar… yo voté por ti la vez pasada
–(emoticón de pulgar levantado)
–Abrazo!!
Guardé mi teléfono contrariado.
Aquella no era la única persona de mi entorno intermedio que hizo campaña en estas épocas para que sus amistades votaran por ella. Quizá a usted también le hayan llegado correos con esa temática, o tweets o posts en Facebook para que use un aspa como demostración de cariño. Lo que pocos calculan es que, al entrar a este juego, estamos rebajando nuestra opinión crítica al valor que tenían los billetes de Inti en 1988: mientras más fácilmente llenamos con ellos la calle, menos valor tendrá nuestro criterio. La regla de oro en estos casos es muy sencilla: Por más que una obra te haya impactado, no puedes decir que esa obra es mejor que otras cinco si es que no las has visto todas. No es muy difícil de entender, ¿verdad?
Oímos quejas todos los días de lo mal que elegimos a nuestras autoridades y, cuando nos toca elegir, ¿qué hacemos? Pues marcar por aquel que ha logrado la atractiva combinación de sonarnos como conocido junto a algún atributo más o menos diferenciado.
Nada de comparación crítica. O cero repaso de los planes de gobierno. Un voto sin verdadero poder. Obviamente, no es malo que existan las elecciones democráticas ni es malo que exista el Premio Luces. Lo malo es el uso que les damos. Quizá debamos ser honestos por primera vez y proclamarlos a ambos como lo que en verdad son: concursos de popularidad.
¿O es que acaso no es eso en lo que los hemos convertido?

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