Vasectomía en el tráfico
- 05/06/2015
Todos hemos hecho alguna apuesta caprichosa con nosotros mismos, como llegar caminando a tal poste antes de contar hasta diez o bajar un par de kilos en siete días. De las mías, la que más me enorgullece es llevar tres años sin tocar el claxon de mi carro y espero mantenerla hasta el día que lo venda y vuelva a reafirmar ese compromiso con el siguiente.
La principal fuente de mi orgullo descansa en que vivo en una ciudad donde usarlo parece tan vital como parpadear.
Un mediodía, hace un par de años, hice un experimento informal en la cuadra 9 de la avenida Aramburú mientras me surtían de gasolina: cerré los ojos y empecé a contar la frecuencia de los bocinazos que me llegaban, desde los más cercanos hasta los más lejanos. El espacio más largo de tranquilidad fue de veinticinco segundos. Hubo momentos en que aquellos infames estruendos casi se superponían y asumo que la mayoría venía de esa odiosa costumbre, hija de nuestro transporte informal, por la cual los taxistas a la caza de pasajeros le envían pequeños bocinazos a cualquier persona que no camine por la calle de manera resuelta, y que otra gran parte debía provenir de los idiotas que han trasladado las consolas de sus videojuegos a sus volantes, pues parecerían estar compitiendo a quién toca la bocina más rápido una vez que el semáforo cambió a verde. Mención especial merecen quienes usan la bocina como extensiones de sus gargantas en lugar de encontrar otros medios de desfogue.
Reconozco que parte del silencio de mi claxon se debe a que nunca he tenido una emergencia explícita para usarlo. Porque, vamos: que en Lima te cierre un vehículo califica más como ocurrencia turística que como excusa para lanzar bocinazos.
Todos estos datos y vivencias acumuladas en mis tímpanos me han susurrado una idea descabellada. ¿Y si en la ciudad de los bocinazos se extirparan las cornetas? ¿O al menos las del transporte público?¿Si hubiera campañas con incentivos para que los conductores acudan contentos a cortar el cable de sus cláxones? ¿Y si nuestra policía colgara alicates en sus correas además de sus pistolas?
Siempre he creído en las soluciones integrales –gestión, educación, incentivos y disuasivos– como manera de lidiar con los problemas sociales. No por instituir la pena de muerte va a aminorar la delincuencia. Y no por castrar químicamente a un violador se evitará que aparezcan otros, aunque sí se pueda evitar que el compulsivo sin remedio lo vuelva a hacer. Pero cuando pienso no solamente en la salud mental de nuestros transeúntes, sino también en los ancianos que tratan de dormitar en sus habitaciones, en los bebés y madres que han pasado una mala noche, en los enfermos que ocupan casas y no solo hospitales, y en tantos otros casos que se deben esconder tras las ventanas que dan a nuestras calles se me ocurre que tal vez, a lo mejor, cortar esos sistemas reproductores de ruido sea una medida que a la larga valga la pena.
Al menos, hasta que la siguiente generación haya crecido sabiendo que un claxon es como un vidrio en caso de emergencia: yo, por lo menos, no he conocido a nadie que haya roto alguno.
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