Un chifa con Reynoso
- 21/08/2015
La primera vez que leí a Oswaldo Reynoso tenía quizá trece años y, tal como me había ocurrido con Bryce cuando leí “Con Jimmy en Paracas”, toparme con “Los inocentes” fue la grata confirmación de que no andaba solo en mi huerto cerrado de adolescente incomprendido.
Uno de los hechos que confirma lo afortunado que he sido en mi vida es que, por cosas del azar, fue justamente Reynoso el escritor que me alentó a publicar mi primer libro luego de leer su manuscrito y, aunque nos vemos poco y no compartimos las mismas ideas políticas, no hay nada que un par de cervezas y el amor por las historias no pueda subsanar.
Hace unos días nos juntamos en el chifa donde Javier Arévalo obtuvo el récord de ser el escritor peruano que más veces se ha servido de un buffet y fue allí donde Oswaldo nos relató una anécdota que señala lo difícil que es separar fábula de realidad o hasta qué punto todos –algunos más, otros menos– buscamos creer en credos, religiones e historias a pesar de la advertencia de que son ficciones.
–¿Les he contado lo que me pasó con el protagonista de “Historia de Mayta”? –nos dijo, sirviéndose un poco de cerveza.
Quizá sea preciso recordarle a los lectores jóvenes que dicha novela, escrita por Vargas Llosa, muestra los entresijos de una insurrección en la comisaría de Jauja en 1958. En la vida real sí existió un levantamiento parecido, pero fue en 1963 y estuvo encabezado por un oficial de la Guardia Republicana que contó entre sus lugartenientes con el dirigente campesino Humberto Mayta. El Mayta que da nombre a la novela, en cambio, se llama Alejandro.
–Un día me visita este señor, que entonces ya era panadero. Estaba desesperado. Su mujer lo había abandonado después de leer el libro porque la historia lo describía como un homosexual clandestino.
–¿En qué año fue eso? –inquirió Arévalo.
–Fines de los ochenta… inicios de los noventa… un amigo le había aconsejado que un escritor hiciera un libro con su versión de los hechos. “¿Y quién puede ser?”, preguntó él. “Reynoso”, le respondió el amigo.
–Pero tú ya vivías en China –intervine.
–Yo estaba aquí por unos días y le dije que no iba a ser posible. Lo que hizo Vargas Llosa, me explicó, fue mezclar en su Mayta a dos personas. Una de ellas era homosexual…
–…y el verdadero Mayta salió perdiendo con la combinación – comentó Arévalo, o quizá no lo dijo, pero viene al caso.
–El hombre me dijo que igual me iba a dejar un material por si cambiaba de opinión. Un poco antes de regresar a Pekín, vi que en mi casa habían dejado cuatro cajas de leche Gloria repletas de casetes grabados con su voz.
–¿En serio?
–Imposible llevármelas. Tiempo después me dijeron que el hombre había vuelto para llevarse sus cajas. Estaba triste, como un despojo.
Oswaldo se sirvió más cerveza mientras Javier sonreía impresionado.
–Más fácil hubiera sido que Vargas Llosa le escribiera a la esposa, ¿no? –comenté.
Mis amigos prefirieron no responderme y, mientras nos levantábamos para los postres, mi parte egoísta me susurró la razón: esa solución habría sido beneficiosa para aquel hombre, pero nos habría privado de una historia fascinante.
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