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Soy escritor y no me vendo

  • 18/04/2016

Hace unos meses, mientras conducía por Lima, noté que la novela más reciente de mi amigo Renato Cisneros –“La distancia que nos separa”– se anunciaba en una valla electrónica de la congestionada avenida Javier Prado. Luego de ver su rostro ceñudo a escala godzilliana, me pregunté si Renato habría sentido lo mismo que yo cuando mis últimas novelas se anunciaron de forma parecida en las calles. Es decir, si había sentido algún tipo de preocupación al ver que, como escritor, su imagen aparecía rodeada de carteras, yogurts y anuncios de seguros.
Hoy mi curiosidad tuvo un aliado en el WhatsApp. Se lo pregunté a boca de jarro y, contradiciendo el título de su novela, me respondió desde Madrid. Me confesó que sintió un pudor inédito: «Fue simpático pero al mismo tiempo chocante. Sentí que de pronto los conductores de los autos contiguos me miraban con cierta repugnancia. Pasados los días, ya me acostumbré. Al final, solo pensaba: quisiera disfrutar de la magnífica vista de la ciudad que tiene el Renato de la valla».
Quizá el enunciado más conocido de Marshall McLuhan es aquel que nos dice que el medio es el mensaje. Así como una foto minimalista puede transformar su significado cuando es colocada en un marco churrigueresco, podría deducirse que si un escritor aparece en un espacio donde suelen promocionarse bikinis o bronceadores, es probable que los transeúntes asimilen que dicho escritor pueda ser tan trivial y pasajero como un artificio de veraneo.
Por fortuna pare ese escritor, esta terrible predicción tiene dos atenuantes.
El primero es que las reputaciones se construyen a través de numerosos estímulos que se acumulan con el tiempo. Si aparecer en un espacio comercial pudiera destruir el prestigio de un escritor es claro que John Cheever lo hubiera pensado mejor cuando Rólex puso en sus manos el cheque para que aceptara ser la imagen de sus anuncios en 1980. O Emilio Zola, cuando fue la imagen de campaña del tónico Vin Mariani. O Ernest Hemingway, al mostrarse en pantaloncillos veraniegos junto a una cerveza Ballantine Ale.
El otro atenuante se encuentra en la época en que el teórico canadiense escribió su famoso enunciado: fue en la década de 1960, mucho antes de que los jóvenes escritores de hoy hubieran nacido. Las mentes más delirantes de aquel tiempo imaginaban viajes espaciales, robots domésticos y teletransportación, pero nunca se formularon las implicancias de la irrupción de internet y la forma en que los límites y códigos sociales han variado. Hace solo dos décadas, la leche solía anunciarse únicamente a través de los típicos espacios publicitarios, pero hoy no nos parecería raro que fuera promocionada a través de sofisticadas apariciones en alguna muestra de arte viralizada por YouTube.
¿El arte no ha seguido, acaso, el camino inverso? Desde que a Warhol se le ocurriera absorber la imaginería comercial, cada vez se ha nos hecho más cotidiano que el arte adopte técnicas plásticas del gran consumo, ya sea para criticarlas o para promocionarse.
Está claro, sin embargo, que de todas las artes, la literatura es la más prejuiciosa a la hora de seguir esta vía inversa. Si no en toda la literatura latinoamericana, al menos sí en la peruana. Los escritores de mi país suelen ver con naturalidad que una retrospectiva fotográfica o una obra de teatro utilicen los medios comerciales convencionales para promocionar sus estrenos. Pero ¡ay si ven a uno de sus pares siendo exhibido en el escaparate! Presumo que, obviando las naturales envidias que pueblan todos los oficios, en muchos escritores existe aún el carbón encendido de aquella flama que supuestamente iluminaba a los escribas desde el cielo. ¿No fue a través de la palabra escrita que Dios, justamente, dio a conocer sus pensamientos en las religiones más influyentes? En los arcaicos tiempos en que la educación alfabética era un asunto de élites caldeas, de escribas egipcios o monjes medievales, podía explicarse la veneración que podía suscitar una pluma dejando fantasías en su recorrido. Pero en este siglo en el que las mayorías no solo pueden acceder a planes masivos de alfabetización sino que, incluso, pueden llenar de contenido a los medios, la figura del escritor como druida pierde muchos de sus quilates.
Algo subyace, sin embargo, de ese fulgor artificial entre muchos de mis colegas. La negativa a que un descendiente de sabios y emisarios divinos pueda caer tan bajo.
Así como la Iglesia anticuada espera que la gente vaya a misa sin más anuncio que el de las campanas, una gran parte de escritores que sigo en las redes sociales urde triquiñuelas para hablar de sus libros sin que parezca que están ansiosos de ser anunciados. Insertan con vaselina el título de su novela en un párrafo que en realidad se dirige a otro destino y ven la manera de que sus reseñas sean rebotadas a través de un riguroso juego de billar a tres bandas.
Cuando a aquellos juegos ambiguos de “me ofrezco pero no parezco” se les ve el fustán, prefiero la franqueza de Tom Wolfe cuando hacía sus apariciones en perfecto traje blanco, las fiestas desquiciadas de Capote diseñadas para terminar en las páginas sociales o el rostro empolvado y los gestos de dandy de Abraham Valdelomar.
Si “Los Miserables”, “El Conde de Montecristo” o “Madame Bovary” se publicitaban en periódicos hace un siglo y medio, levantar la ceja porque los libros de hoy utilicen los medios contemporáneos señala lo mucho que nos arrastra una ilusión del pasado.
Los mecenas del Renacimiento, por si no se recuerda, murieron ya.
La figura del duque de Béjar, que tan generosamente protegía con su dinero a Cervantes, espera en las calles, atomizada.

(Publicado en la revista Global en abril de 2016)

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