Si mi hija fuera la 44
- 14/11/2014
Tengo la suerte de levantarme temprano y ver a mi hija antes de que salga a sus clases.
A veces le preparo el desayuno. Detrás de las legañas, sus ojos me sonríen. Luego de comer al vuelo, deja que la abrace en la puerta. Hay ocasiones en que la acompaño un par de cuadras mientras camina hacia el paradero y luego yo me desvío a bicicletear por otros barrios. Sé que en su trayecto algún imbécil le dirá alguna pachotada, que se posarán en ella ojos rapiñeros estudiando si lleva algo de valor o que alguna combi alocada pasará demasiado cerca de ella. Lo que no puedo ni imaginar es la tempestad que me sacudiría si luego de sus clases un alcalde asociado al narcotráfico diera la orden de detenerla a ella y a sus compañeros por salir a protestar, si fuera asesinada como un animal de matadero y la pusieran en un camión de basura, si luego la apiñaran en un descampado junto a otros chicos y le prendieran fuego durante cinco horas para después tirarla al río como desmonte. Esto es lo que a todas luces parece haber ocurrido en Iguala, estado de Guerrero, México, entre la noche del 26 y la mañana del pasado 27 de setiembre, cuando 43 estudiantes fueron desaparecidos en un conflicto con la policía de ese municipio.
En mi pesquisa me acabo de encontrar una foto de quienes dieron la orden.
Parece una broma terrorífica: ambos aparecen juntos, abrazados, él con una camisa rosada y una sonrisa de yonofuí, ella con un vestido oscuro con puntitos blancos. Unos regios. Posan delante de una calle recién asfaltada, bajo un encabezado que proclama: “MÁS DE 280 OBRAS REALIZADAS”. Se trata de un letrero publicitario del municipio de Iguala, de donde él era el alcalde antes de que ambos fugaran y ella, la esposa, era la presidenta del sistema para el desarrollo de las familias.
Verlos en ese cartel es notar lo mucho que se parecen México y Perú en demasiadas cosas. La más triste de todas es esa relación cada vez más cercana que existe entre el narcotráfico y la política. ¿Cuántos de los letreros, spots publicitarios, vehículos 4×4 o encuestas que los candidatos de nuestras últimas elecciones usaron no fueron pagados con dinero de la droga, como ya es usual en México a escalas que tarde o temprano se repetirán aquí? ¿Será necesario que el narcotráfico desate su violencia en nuestras propias casas para darnos cuenta, ya muy tarde, de que debimos hacer una reforma que impida su mayor ramificación en nuestra política? Toda desaparición forzada es terrible y todo doliente merece verdad, reconocimiento, resarcimiento y el apoyo de su sociedad. Pero, más que eso, todo crimen merece ser prevenido cuando nos es mostrado su espejo proveniente del futuro. Quizá sea este halo profético lo que tanto me ha impactado de la tragedia de Iguala. Quizá sea la edad de esos estudiantes, imaginármelos saliendo de sus casas, sus padres también con legañas y calculando qué comprar para que en la noche un plato los espere en la mesa. Un plato que terminará frío mientras ellos son calcinados con gasolina.
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