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Sherlock

  • 08/08/2014

La imagen que relata mi amigo parece desenterrada de una huaca.

Está en la sala de su casa, niño todavía, junto a su mamá y a sus abuelos. Los últimos rayos de la tarde se cuelan por la ventana y el abuelo enciende el radio aparatoso que descansa sobre una mesa de madera. Los cuatro se acomodan en sus asientos y pronto su atmósfera crepuscular se llenará con las voces de Albertico Limonta y de María Elena del Junco, protagonistas de “El derecho de nacer”, la radionovela que fue la madre de todos los culebrones.
Que un chico de este siglo se siente con su familia a escuchar un programa de radio por espacio de quince minutos es inverosímil. Lo es tanto como imaginarse a una familia de hoy en un cuarto de lectura, todos con un libro ante sus ojos.

Sin embargo, para todo hay sucedáneos.

Hace dos semanas cenaba con un amigo muy conocido por su erudición literaria. Alguna vez, hace años, me confesó que empezaba un libro nuevo cada tres días. Imagino que con el nacimiento de su hijo y con la irrupción de las redes sociales ese promedio sorprendente en algo debió disminuir. En esta cena me reveló que una razón adicional lo estaba alejando últimamente de la lectura: las grandes series de televisión. No era la primera vez que escuchaba esto de gente que se ha pasado la vida leyendo y me sentí acompañado en ese sentimiento de culpa que me da cuando veo cómo mis libros pasan más tiempo en el velador. Pero existe otro gran motivo para no sentirse culposo mientras los libros se acumulan: en las series de televisión aclamadas de hoy habita la gran literatura adaptada a estos tiempos audiovisuales. En Los Soprano, The Wire, Breaking Bad, Mad Men o House of Cards el televidente es testigo del trenzamiento de tramas, del desarrollo de personajes, de sombras, silencios y diálogos penetrantes que dejan en el espectador el remanente de la buena literatura: la certeza de que nada es certero.

Por ello son entendibles aquellos enunciados que proclaman que si Shakespeare o Dumas estuvieran vivos, estarían escribiendo guiones para HBO o Netflix.

Mis hijas son lectoras, afortunadamente, y lo son porque sus padres les pusimos con cariño un libro ante los ojos, y no solo la pantalla de la tele. Por eso no podía dejar de compartir con usted un descubrimiento que cierra círculos. Cuando los hijos crecen, a menudo es difícil encontrar nuevos temas para conversar.

Los silencios entre padres e hijos adolescentes son naturales como el acné.

Hace un tiempo descubrí Sherlock, una brillante serie de la BBC que reinventa a los señores Holmes y Watson en la Inglaterra del siglo 21. Los creadores se han adentrado en las sinapsis explosivas del personaje de Conan Doyle y nos las entregan en un despliegue visual que no veía desde la aparición de Guy Ritchie en el cine. Lo mejor de verla con mis hijas no es la calidad de lo que consumimos: es esa nueva complicidad que hemos creado para nosotros, esos códigos nuevos que pocos entienden (“Cumberbitches”, Maira), ese ritual de familia que mi viejo amigo recuerda con nostalgia y que nosotros hemos sabido reinventar.

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