Selfie con un árbol
- 07/09/2019
Los satélites nos impactaron hace poco con el rostro de Sudamérica atacado por un sarampión nefasto: la Amazonía ardiendo en más de 70 mil puntos dispersos en Brasil y países aledaños –incluido el Perú– en lo que va del año. Las voces clamaron, las redes tensaron sus hilos virtuales, los hashtags se multiplicaron. Pasadas un par de semanas, los activistas ambientales pegaron otro grito: el fuego en la catedral de Notre Dame había logrado unos meses atrás que los filántropos y donantes del mundo recaudaran en menos de una quincena cifras cercanas a los mil millones de dólares, mientras que las contribuciones a la selva amazónica no le llegaban a los talones a uno de los símbolos de Europa.
¿Por qué?
Una de las respuestas se me alumbra luego de haber leído un reciente artículo de mi amiga María Luisa del Río, donde relata un viaje que hizo con su hija, entonces de siete años, a la reserva del Manu. Después de narrarnos una hermosa aventura en selva virgen, María Luisa nos comenta que tuvieron la fortuna de encontrarse con una ceiba de más de 400 años y diez metros de diámetro. Puedo imaginarme a ambas hablándole a aquel árbol majestuoso y agradeciéndole su contribución a que la humanidad respire, y también puedo imaginar el retrato de ambas en el dormitorio de la niña: madre e hija abrazadas a uno de los árboles más nobles y antiguos del planeta.
Para que algo nos conmueva, el principal requisito es haberlo conocido. Si se trata de una canción: haberla escuchado antes. Si se trama de un aroma: haberlo percibido en algún momento. Si se trata de un lugar: haber estado allí. Por supuesto que nos podemos emocionar ante la perspectiva de lo que aún no conocemos, pero se tratará de la anticipación o la esperanza de una idea preconcebida.
Así como los habitantes privilegiados de Lima recién sentimos algo de lo que nuestros compatriotas andinos ya sufrían una vez que las bombas terroristas empezaron a estallar en nuestras narices, imagino que los urbanitas de Sao Paulo empezaron a preocuparse de verdad por la selva que los circunda lejana una vez que vieron sus tardes oscurecer a causa de los incendios.
Es que es mucha más la gente del mundo que ha viajado a París que la que ha conocido la Amazonía…. o que la quiere conocer. Y por aquí va la segunda respuesta: muchas de nuestras acciones como seres humanos están motivadas por el prestigio y, en una sociedad global donde Occidente, su arte y su pirámide de creencias ocupan un lugar privilegiado sobre lo que significa ser civilizado, no es raro que se multipliquen con más rapidez los “pray for Paris” que los “pray for Amazonia”, los selfies de cuando se estuvo ante Notre Dame y no delante de un árbol mítico, las referencias a un verso maldito de Baudelaire y no a la sabiduría dulce de un viejo awajún.
Quizá sea buena idea empezar a criar a nuestros hijos como lo hace María Luisa.
No es necesario viajar. Tan solo apagar el celular y observar el milagro que obra cada árbol mientras lo ignoramos. Las raíces invisibles bajo nuestros pies, el generoso laboratorio inadvertido. La sombra gratuita.
Arde una catedral y perdemos arte, conocimiento, símbolos, memoria colectiva.
Arde la Amazonía y perdemos la vida.
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