Que licite tu abuela
- 09/11/2013
Me reúno con Marina en una cafetería y veo que pide un espresso doble. Está acelerada y no parece querer bajar el ritmo. Luego de dar vueltas sobre las novedades de nuestros viejos conocidos finalmente aborda, entre sorbos, el tema por el que me citó.
–Necesito ayuda para las licitaciones– me dice.
Conviene que aclare aquí que Marina dirige una empresa productora de eventos que es fantástica. Ver a su equipo coordinar logísticas alambicadas y encargarse de la incertidumbre de los imprevistos es incluso inspirador.
–Últimamente me piden licitar cada vez más –me aclara–y necesito tu apoyo para las ideas.
A Carmen no le veo la cara, pero imagino que está igual de atareada que Marina. No me ha contestado un par de correos de trabajo que le he enviado en el lapso de dos semanas. Por fin una mañana me llega al teléfono un mensaje suyo.
–Te pido mil disculpas, pero estos días he estado como loca… he tenido tres licitaciones a la vez.
Conviene que aclare aquí que Carmen dirige una agencia de comunicación digital donde trabaja gente talentosa y siempre dispuesta a poner su mayor esfuerzo.
Luego de recordar estos episodios mi mente viaja aun más atrás, a la época en que yo también era parte de ese sistema perverso.
Porque la cosa es así: un anunciante decide lanzar una nueva campaña o invitar a un evento grandioso que comunique la relevancia de su marca y hace algo que, por ejemplo, a un carpintero le sería difícil de creer.
–Voy a pedirte que me construyas el mejor armario que se te ocurra. Lo mismo le estoy pidiendo a otros tres colegas tuyos. Pero solo te lo voy a pagar si es que es el que más me gusta.
Hace varios años, cuando era la cabeza de una agencia grande de publicidad, yo también me tomaba cafés dobles como Marina: gran parte de los desvelos y las horas extras que los jóvenes a mi cargo gastaban se debían a que varias cuentas se ganaban de esa manera. Si un anunciante grande te señalaba con el dedo para entrar a la licitación debías sentirte agradecido a pesar de que, en el fondo, es un aberrante llamado al desgaste y la injusticia. Porque también conviene que aclare aquí que en el muy probable caso de que tu trabajo no resulte el que más guste, no se te reconocerá el tiempo invertido. No estoy en contra de comparar opciones antes de tomar una decisión, lo que me parece pernicioso es el abuso de poder de quien tiene la sartén por el mango en este tipo de licitaciones.
Pero no quisiera quedarme solo en la denuncia de esta práctica que rebaja la calidad de vida de mucha gente, porque victimizar tampoco es prudente. En toda relación, desde las románticas hasta las laborales, el sistema que se crea entre las partes es responsabilidad de ambas. Y por eso llegó la hora de preguntar: Marina, Carmen, gente que vive de sus ideas, ¿por qué aceptan este sistema? Entiendo el temor a no poder pagar una planilla a fin de mes. Sin embargo, el miedo es, justamente, el peor de los combustibles que debería mover a una persona y a una organización. ¿Por qué no el orgullo de saberse bueno en lo que se hace? ¿Por qué no el placer que da cortar un eslabón en esta cadena que les resta sueño?
Sí, al principio les arderá que por no participar sea otro quien se lleve el cliente que debieron tener ustedes. Pero apostar sus tripas a favor de mejorar las prácticas de nuestra sociedad les traerá recompensas tarde o temprano.
Charlar relajadamente con un amigo puede que sea una de ellas.
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