Porque no todos tienen una María
- 25/05/2013
Esta historia se la he contado a poca gente y si hoy la hago pública es por frustración.
Tenía entre cuatro y cinco años. Mis padres me habían dejado por una temporada en la casa de mi abuela en Trujillo. De esos meses guardo retazos de anécdotas y algunas texturas; niñas que me fastidiaban en un nido al que no quería ir, o el sabor de unas rosquitas cajamarquinas.
Pero ningún recuerdo tan aquilatado como las noches con María Bardales.
Ella tenía dieciséis y era la única hija de Lola, la eterna empleada de mi abuela. Calculo que estudiaba el último año del colegio. Lo que sí es seguro es que quería ser maestra de escuela y, para mi fortuna, a mí me tocó ser su modelo de ensayo.
El esposo de mi abuela tenía en su biblioteca un viejo volumen titulado “Los titanes de la literatura infantil”. En él convivían relatos de Perrault, los hermanos Grimm, Wilde, Las mil y una noches; nombres pálidos si se los comparaba con Popeye o Astroboy. Pero María les daba brillo en la antesala de mis sueños: durante las noches se empeñaba en leerme uno de esos relatos cada vez. Para ella debió ser una forma maravillosa de compartir su bondad, su vocación y su instinto maternal. Pero para mí, fue una de los regalos más grandes que alguien me pudo dar: María, aquella chiquilla de moño y dicción impecable, introdujo en mi espíritu la noción de que esos artefactos de papel contenían misterios, emociones, enseñanzas y sabiduría. Fue, en otras palabras, la persona que hizo relacionar en mí a la lectura con el cariño. Por ello, no creo exagerar si confieso que gran parte de lo que ahora soy se lo debo a ella.
María murió de cáncer hace varios años.
Lloré. Lloré con pena y con gratitud. Me imaginé la suerte de los niños que tuvo a su cargo como maestra, pero también a tantos otros que se la perderían como modelo de formación.
Cuando mis hijas nacieron, fue María quien me acompañó en las noches en que me echaba con ellas para leerles relatos. Cuando con Javier Arévalo fundé Recreo, fue su ejemplo lo que me decía que incentivar la lectura en las escuelas era la mejor inversión. Y hoy, cuando me entero de que el proyecto LibroMóvil se estanca debido a la burocracia en nuestros gobiernos locales, es su recuerdo el que me llena de impotencia.
Lo que María Bardales practicó conmigo es algo que no pueden disfrutar todos los niños y jovenes de nuestro país: el acceso al libro. Nuestros chicos y sus padres pueden comprar juguetes, comida chatarra y hasta droga en las calles. ¿Pero libros? No. Solo piratas en el mejor de los casos, que es, en cierta forma, el peor. En Perú no hay más de 40 librerías para treinta millones de habitantes (una por cada 750 mil peruanos) y las bibliotecas son espacios muertos. El proyecto LibroMóvil, encabezado por el editor Álvaro Lasso, es una iniciativa que busca colocar en espacios transitados de nuestras ciudades libros formales a precios muy reducidos. Sus módulos han sido diseñados con practicidad y elegancia, y sus vendedores son jóvenes amantes de la literatura. Y si bien las instancias de cultura de la Municipalidad de Lima –y algunas distritales– le dieron su apoyo, la marea ilusionada encontró su dique en las oficinas legales. La causa es razonable, pero harto discutible: no se debe promover más comercio ambulatorio, aunque –¡Dios mío!– se trate de libros.
Si somos un país que da vergüenza en los rankings mundiales de comprensión lectora, es porque no todos han tenido la fortuna de tener a una María Bardales en su vida.
Y, también, porque ciertos burócratas suelen pensar que la gastronomía o solo la infraestructura nos acercarán al desarrollo más que los libros.
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