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Por un gato que maté

  • 28/04/2012

Hay dos cosas que heredé de mi madre que nunca dejaré de agradecerle en público: su curiosidad por los lugares nuevos y su fascinación por escuchar a las personas mayores. Pues hacia 1986 Chosica era para mí un lugar nuevo y la Mamaíta la persona mayor a quien me gustaba escuchar.

Yo era estudiante y Juan José, mi compañero de instituto y gran amigo hasta hoy, me invitó a conocer el taller de cerámica que él y su hermano tenían en su su casa de la calle Trujillo Norte, a treinta kilómetros de Lima y a casi 800 metros sobre el nivel del mar. Su casa era un matriarcado y la abuela, doña Juanita Martín Bravo, era la voz cantante.

Era la Mamaíta un espíritu noble que, sentada en un sofá rojo, tejía ropones para albergues infantiles a la vez que recuerdos de una España agrícola anterior a la Guerra Civil. Como era vasca y nunca le había huído al trabajo, sus anécdotas sobre los hombres sencillos y tercos de su región eran para mí viajes irrepetibles que no hubiera podido encontrar en el entorno limeño en que me movía.  A esos dos años de andar de zampado en aquel hogar hospitalario le debo buenos amigos que hoy veo poco, la atmósfera de una novela que publiqué y el título de este artículo.

Hubo un domingo en que uno de los nietos de la Mamaíta –todos jóvenes como yo– empezó a renegar sobre ciertos rumores que en Chosica corrían sobre él. Mientras que el resto de la familia hacía mofa de lo que debió haber sido una anécdota de adolescentes, la Mamaíta continuaba inmutable, dándole al tejido sin perder concentración.

De pronto, en un  silencio, la Mamaíta comentó como al descuido:

–Así es, hijo. Por un gato que maté, matagatos me dijeron.

Hay cosas que se quedan en la memoria durante toda una vida sin lógica alguna. Esta frase representa lo contrario, y se me ha aparecido más veces de las que hubiera deseado, más aun desde que las redes sociales vienen haciendo mayor resonancia de lo rápido que es el ser humano para juzgar y de lo poco que reflexiona en esos momentos.

Hace unas semanas, por ejemplo, un colaborador de El Comercio provocó un frente de invectivas en su contra cuando hizo una relación entre la obra de Vallejo y un posible espíritu de derrota en nuestra gente. Fue una conclusión ingenua, de seguro. Pero de allí a tratar de imbécil o de perfecto idiota a un hombre que ha hecho empresa con grandes muestras de solidaridad y buen manejo social es una muestra más de que solemos contaminar a toda una persona teniendo como prueba uno solo de sus actos. Salvando las distancias de un abismo, ¿no ocurrió algo parecido con Rosario Ponce? Por unas lágrimas que no sacó, asesina le dijeron. Esta costumbre de la que abusamos en el Twitter o Facebook puede tener consecuencias graves en los seres que dependen de nosotros. ¿Cuántas veces no habremos hecho sentir a nuestros hijos como idiotas, cuando en realidad la idiotez ha estado circunscrita a un hecho específico? Es probable que gracias a la Mamaíta hoy me guarde de sopesar bien los reclamos que le hago a la gente que me importa: “Hijo, tú no eres malo: lo malo ha sido esto que hiciste”. “Tú no eres tonta, hermana: tonta ha sido tu reacción”. Y al diferenciar al hecho de la persona, en momentos así, quizá la Mamaíta me sonría desde su cielo vasco.

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