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Muchachos impacientes

  • 24/04/2015

Hace poco conocí a una persona que trabaja en esa área llamada recursos humanos cuya tarea principal es entrevistar a los candidatos que buscan trabajar en su empresa.
“Cada vez llegan con más aires”, me relató.

–La línea de carrera está clara, ¿verdad?
–Hmmm, sí. Entiendo que empezaría a trabajar en uno de esos cubículos…
–Así es.
–¿Las sillas son ergonómicas?
–Las sillas son como esta que estoy usando.
–¿Esa es especial para la espalda?
–Es cómoda.
–Es que… en otro lado he visto mejores sillas.

Hay una clara diferencia de actitud ante el empleo entre las generaciones peruanas que crecieron con las crisis de finales del siglo veinte y los muchachos que hoy alcanzan la edad de trabajar. Si mis amigos o yo hubiéramos estado en una entrevista parecida en los ochenta, lo más probable que hubiéramos dicho acerca del asiento es “¿cuándo traigo mi ladrillo?”. Y aunque aspirar a tener una silla cómoda sea un pedido muy razonable, el problema en este caso, según me fue dicho, no está en lo que se reclama sino en la forma de hacerlo: si no me das lo que pido, me largo.
No es un secreto que los nuevos trabajadores rotan mucho más que los de antes. Antes, ver en una hoja de vida que alguien hizo carrera por años en una misma empresa era lo usual. Ahora, pareciera que uno tendría que cambiar de empleador cada dos años para ser visto como alguien despabilado y requerido. Pero más que un síntoma del dinamismo social, ¿no será la señal de una generación más difícil de contentar? Las causas son fáciles de apreciar. Dale a un chico muchas cosas de manera rápida, y lo que obtendrás es un satrapilla.

Tal vez se deba mucho a la revolución digital que los chicos hayan perdido gran parte de la noción de proceso. Para tomar una foto, antes un adolescente tenía que estudiar mejor su encuadre, calcular las fotos que le quedaban y esperar por días a que un lugar especializado le entregara reveladas las imágenes. Hoy no debemos esperar nada y hasta podemos hacer mejoras visuales con los pulgares. Y con las comunicaciones, ya se sabe. Pero si en el mundo virtual reina la inmediatez, en el mundo real gobierna la incertidumbre y es iluso e inmaduro esperar que en él las cosas ocurran en el momento que uno quiere. De los padres y educadores depende que el puente entre un mundo y otro esté claramente establecido en la convivencia diaria.

Sobre la abundancia, espero se me perdone la subjetividad de una experiencia personal. Cuando era niño, yo sabía con mucha anticipación que en Navidad iba a recibir un solo regalo: el de mi padre. Su generosidad se medía con un indicador que no comparto, pero que para él era suficiente: la libreta de notas. En 1980 fue una bicicleta. En 1981 fue un trencito. En 1982 fue un skateboard. Obviamente, aquellos fueron los artículos que más he atesorado en mi vida. Hoy veo a mis sobrinitos convertidos en veloces máquinas de rasgar papel de regalo, cada vez menos capaces de asombrarse ante un presente y mucho menos de cuidarlo. Sin los límites y la contención debida me los puedo imaginar clarito, años después, en una entrevista de trabajo.

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