Mi prima, la antivacunas
- 18/02/2021
Me acabo de enterar, desconcertado, de que una prima muy querida no se piensa vacunar contra el Covid-19.
Pero el verdadero combazo llega cuando su hijo mayor me cuenta lo siguiente que le dijo:
–De hecho, si pudiera retroceder en el tiempo, no te habría vacunado de niño.
¿En qué momento mi prima querida se volvió una antivacunas?
¿Hace cuánto no hablo con ella de verdad? ¿Cuándo dejamos de compartir nuestros miedos y esperanzas?
Recuerdo que cuando se divorció, hace varios años, un grupo de mujeres que atravesaban distintos tipos de pérdida le sirvió de apoyo. Meses después la vi contenta, etiquetada en la foto de un taller de arte. Por Facebook también me enteré de que empezaba a interesarse por el alineamiento de chakras y la vi abrazar árboles. Yo, que oscilo entre el ateísmo y el panteísmo, miraba todo esto con simpatía, hasta que hace poco leí que tomaba dióxido de cloro para prevenir el Covid-19. Me contacté entonces con ella y le compartí con delicadeza algunos artículos científicos, y luego se instaló entre nosotros un cordial silencio.
Pero con esta postura suya hacia las vacunas siento que debo volver a contactarla.
¿Cómo empezar?¿Cómo llevarla a atisbar un ratito el mundo de la ciencia sin caer petulante, sin hacerle sentir que le hablo desde ese pedestal en el que a veces colocamos a los científicos?
Quizá la mejor estrategia sea tratar de entender qué la ha llevado a este extremo.
Creo saber las razones y ahora debo tratar de sentirlas.
Mi prima ha encontrado refugio en los últimos años en una espiritualidad mal entendida, una espiritualidad que segrega al extremo, que desconfía totalmente de aquello que tenga cierta porción de materialidad. A su favor, debo decir que no le falta razón: en su esquema del mundo, el Covid-19 fue creado a propósito por intereses privados con la intención de luego vendernos la vacuna. No ha sido así, –el mundo no es una película de James Bond con una liga de villanos–, pero sí es verdad que la zoonosis, madre de esta pandemia, nace del desenfreno humano por invadir hábitats naturales. El mundo no es ni blanco ni es negro, pero en ambos extremos caen los hipernaturistas como mi prima, y los hipermaterialistas que desprecian las energías que no pueden aprehender.
Tal vez deba asentirle: sí, el ser humano es un producto de la naturaleza, pero como tal, ¿lo que produce no se enmarca también dentro de ella? ¿Tanto lo más sublime como lo más destructor? Una vacuna podría verse como un atajo creado por la humanidad para parecerse a la naturaleza: ¿no se inspiran en los insectos muchos creadores de vacunas?
Pero no, demasiada filosofía.
Quizá deba recordarle que cuando ambos nacimos, el mundo esperaba que un par de peruanos como nosotros viviéramos 52 años. De tener las mismas condiciones de entonces, y si fuera un peruano promedio, hoy yo estaría muerto.
Pero la expectativa de vida hoy en el Perú es de 77 años: veinticinco años más.
La expectativa de vida de los europeos hace cien años era de 47 años, y hoy alcanza los 85.
A inicios del 1800, la mitad de la población mundial moría al entrar en la veintena: por lo menos uno de los tres hijos veinteañeros de mi prima estaría enterrado y era lo esperable.
¿Cuál ha sido la diferencia? ¿Por qué los niños han multiplicado sus opciones de llegar a adultos en este siglo? Entre otras cosas, por la higiene –qué importante es el acceso al agua–, por los antibióticos y por las vacunas: soluciones nacidas del método científico.
Puedo entender que mi prima sospeche de la rapidez con que los laboratorios han desarrollado vacunas contra el Covid-19. “¿Ves que lo tenían todo preparado?” O: “Y si son fallidas con tanto apuro?”. Al margen de que estas nuevas vacunas no nacen de cero, sino que aprovechan avances en otros tipos de coronavirus –además de que un grupo de científicos chinos dio un enorme paso inicial al desvelar su puerta de entrada a las células humanas– mi prima debería entender que ciertos milagros ocurren cuando las mentes brillantes de la humanidad trabajan en red y con un gran aliciente. A Estados Unidos le tomo una década llegar a la Luna, pero estoy seguro de que si tal reto hubiera sido un objetivo mundial de sobrevivencia –y sin celos ideológicos–, la humanidad habría llegado antes.
Pero no debería hacer falta tanto rodeo para que mi prima entienda la importancia de las vacunas: le bastaría ver su álbum familiar. Allí están las fotos en silla de ruedas de su abuelo materno, un señor gringo que contrajo polio cuando era niño, y que toda su vida adulta se lamentó de haber nacido antes de que Jonas Salk desarrollara la vacuna. Algún día le prestaré Némesis, la novela de Philip Roth donde se relata el pavor que vivió Estados Unidos durante décadas a que sus niños contrajeran la enfermedad, un pavor del que ya no se recuerda nada. Y, ahora que lo pienso, quizá ahí esté la clave. En nuestra presente comodidad damos por sentado el bienestar que a nuestros antecesores tanto les costó alcanzar: nadie se preocupa por la suciedad cuando entra a una habitación limpia. No es extraño que, por ejemplo, tras analizar el brote de sarampión de Estados Unidos en 2014, los hogares más ricos hayan sido los más escépticos con la vacuna.
Quizá tengo suerte de que mis padres hayan pasado penurias y hayan apreciado el valor de la salud. Mi madre, por ejemplo, casi murió de niña por la reacción brutal ante una vacuna: en su brazo lleva una cicatriz enorme, como una rodaja de piña. Solo con ese recuerdo habría evitado que vacunen a sus hijos. Pero también vio morir a su lado a su hermanito de meningitis: el “por si acaso” le ganó al “yo sufrí”. Y aquí estoy, vivo y sano gracias a haber recibido mis vacunas completas: ¿no es extraordinario no haber sufrido ninguna de las dolencias que hace 200 años mataban a la mitad de tu familia?
Todos tenemos nuestros propios círculos de información. Todos terminamos atrapados en burbujas que conversan de manera paralela y dándose la espalda.
A pesar de ello, sé que mi prima leerá esto y luego la llamaré para conversar.
Le propondré un intercambio: le enviaré informes de científicos empáticos que saben divulgar –nada de esas cadenas anónimas que recibe por Whatsapp– y, cuando esta pesadilla termine, nos iremos juntos a sentir la energía de los árboles.
A ambos nos caerá bien.
(Publicado en Jugo de Caigua el 30/1/2021)
Suscríbete a estos artículos
Solo escribe tus datos y recibirás las actualizaciones de mis artículos y promociones exclusivas en contenidos descargables.