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Mi hermano detenido

  • 30/01/2015

–¡Llámalo a su celular, dice que es urgente! –clamó nuestra madre.
Mi hermano es una de las personas más bondadosas y honradas que conozco, aunque su pinta levante las cejas de los observadores superficiales. Su brazo tatuado del hombro a la muñeca es solo el apéndice de una armadura que incluye perforaciones varias, polos de grupos subte y una melena explosiva que hace cambiar de vereda a las beatas de su barrio. Cuando lo pude ubicar me dijo que estaba detenido en una dependencia de la Divincri. Eran casi las diez de la noche y partí en un taxi. Antes de cortar me había susurrado: “Trae mil soles”.
Al llegar me encontré con un amplio cuadrilátero limitado por escritorios. Mi hermano estaba en una silla, en medio de los policías.
–A su hermano le hemos encontrado marihuana y ketes para la venta –me dijo el detective de mayor rango en la sala.
–¿Es verdad? –volteé hacia mi hermano. Él me hizo un gesto que no supe descifrar.
–¿Sabe? –le dije al detective–. Hace tiempo tomé la decisión de asumir mis culpas ante la policía. Si cometo una falta, pago mi multa. Lo mismo esperaría de mi familia. Si la embarró, que asuma.
–Usted debería ayudar a su hermano…
–¿Y cómo me aconseja ayudarlo? Usted parece tener más experiencia que yo en estos temas.
–No sé… hay instituciones para jóvenes como él… no vale la pena que se malogre la vida…
Lo observé un rato antes de jugarme la carta final.
–Usted no sabe a qué me dedico, ¿verdad?
–No.
–Le voy a confesar algo –le dije, mientras señalaba mi teléfono–. Yo venía dispuesto a hacer un escándalo mediático si es que veía que se estaba cometiendo una injusticia pero, ahora que he conversado con usted, me doy cuenta de que quiere lo mejor para mi hermano. Y por eso mismo le voy a pedir que lo deje ir conmigo.
El policía me miró pensativo. Sus compañeros nos observaban en silencio.
–Tengo que hablarlo con mi superior…
A los diez minutos entró el superior, un tipo envalentonado que se puso a sermonear a mi hermano mientras me miraba de reojo. Yo decidí no caer en su juego y giré la vista hacia el televisor. Al final de su pantomima, el superior ordenó que le devolvieran sus cosas.
En el taxi, mi hermano ya me pudo contar su versión. Había salido con su amigo Walter a comprar chifles antes del último Perú-Ecuador cuando dos patrullas que pasaban vomitaron a los mismos policías que yo iría a ver en la dependencia. Ambos fueron estampados, entre insultos y golpes, contra una pared y se vieron esposados. “Por fin tenemos pesca”, se mofaron los tombos. “A luca el tramboyo”.
–¿Y Walter?–le pregunté.
–Vino su hermana y creo que pagó. Pucha –bromeó tristemente–, creo que voy a cortarme el pelo para evitarme problemas…
No es raro que solo el 13% de peruanos denuncie los robos que les hacen y que el resto desconfíe de las dependencias policiales. No, hermano. A quien debemos cortarle, pero los huevos, es a esos tipos con placa que hicieron polvo nuestra tranquilidad. Y, de paso, las alas de gallito a ese ministro que busca pleito en los medios en vez de trabajar calladito para hacer una revolución de verdad en nuestra policía.

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