Mi deseo es bien sencillo
- 26/12/2014
Desearle un buen año a quienes se cruzan con nosotros es una mezcla de buena voluntad, superstición y sumisión al cliché. Es caer en una frase que, bien analizada, es vacía y nunca cambia destinos mientras la Tierra pasa por un punto aleatorio de su órbita.
Por eso, esta vez quiero pagar por todas las veces en que la pronuncié por adornar una despedida o por caer simpático. Quiero decir que esta vez le haré a usted un deseo concreto.
Pero para que se cumpla, usted tendrá que poner de su parte.
La idea se me ocurrió hace un momento, cuando salía de una reunión de trabajo. En ella pasé dos horas escuchando intervenciones tan repetitivas, que si los asistentes hubiéramos visto después una grabación de aquel cónclave nos habríamos dado cuenta de que lo más rescatable de lo expresado habría sumado sólo 10 minutos.
¿Y si en nuestros entornos de trabajo o de estudio designáramos un árbitro de reuniones?, me pregunté al salir. Una persona con reloj en la mano y con el criterio requerido para notar cuando las opiniones se están empezando a parecer entre sí.
–Yo creo que… bueno… como lo dije la otra vez, el próximo año deberíamos contratar a un auditor que…
–Eso ya está anotado, gracias. ¿Siguiente intervención?
Sé que las reuniones así parecerían muy maquinales y perderían distensión, pero cada vez me doy cuenta de que lo que se pierde en ellas es aún más valioso: tiempo. Tiempo para volver temprano con los hijos. Tiempo para sentarse en un parque. Tiempo que podríamos pasar con un amigo. Tiempo para tener un pasatiempo. Incluso: tiempo para relajarse con los asistentes a la reunión una vez que se haya hablado exclusivamente de trabajo.
Hace unos días, Alana, la ejecutiva de una corporación, me contó que en algunas empresas los asistentes a las reuniones ya empezaron a ponerse límites con billeteras en la mesa: por cada minuto que la reunión se pasa de la hora estimada, los asistentes tienen que poner un billete al centro. Es también una buena salida. Cuando aquel banco peruano sacó esa frase de que “el tiempo vale más que el dinero” estaba diciendo una gran verdad, aunque con ella se estaba echando a cuestas un reto gigantesco para estar a la altura. Ahora que observo a amigos más jóvenes que yo volviéndose locos por cimentar una carrera a veces les digo, mirando en mi propio retrovisor, que el dinero puede ir y volver durante la vida, pero que los años de infancia de los hijos, esos con seguridad no regresan.
Y ese es mi deseo de fin de año para usted: que en su entorno laboral o de estudios, pueda encontrar –o erigirse usted mismo– en un árbitro de esas reuniones o que encuentre con sus compañeros un método disuasivo como el que ya fue comentado. Estamos en un tobogán inexorable. Para algunos se acabará antes, para otros después, pero para todos el viaje se terminará sin discusiones.
A disfrutar, entonces, de lo que vale la pena en lugar de escuchar cojudeces que se repiten.
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