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Meritocracia de 100 metros

  • 08/06/2019

De niño me era lógico que en las carreras de 100 metros los corredores partieran perfectamente alineados, pero mi noción de equidad tambaleaba cuando en las más largas y elípticas los competidores partían con varios metros de diferencia. La experiencia –y la geometría– me enseñó luego la razón de tal medida y hoy me asiste mientras se discute la pertinencia de otorgarle cuotas a la mujer en distintos espacios.
En la reciente Bienal Vargas Llosa, por ejemplo, se protestó por una enorme presencia masculina en relación con la femenina. Y una reciente nota de El País subraya que de las 1,700 pinturas colgadas en el Museo del Prado, solo 7 están firmadas por mujeres.
Es natural que muchos perciban en las cuotas una burla a la meritocracia. ¿El hecho de que se hayan consagrado más estadistas, Premios Nobel y artistas hombres no es la mejor prueba de mérito que nos da la Historia? Si la Historia fuera una carrera de corto aliento, pues sí. Tal vez haya sido Jair Bolsonaro quien mejor defendió esta postura cuando era candidato en Brasil: “No es una cuestión de colocar cuotas de mujeres porque sí. Tenemos que colocar gente capacitada. Si colocan mujeres porque sí, voy a tener que contratar negros también”.
El que Bolsonaro haya mencionado a las mujeres y a los afroamericanos en la misma oración me da una buena oportunidad para proseguir con el símil atlético.
Cuando hace 400 años los ingleses desembarcaron en América lo hicieron en condición de ciudadanos libres, y algo similar había ocurrido con los españoles un siglo antes. Pero el arribo de los africanos fue atrozmente diferente: secuestrados, encadenados, y considerados como animales por esos blancos que habían seguido su noción de libre albedrío. En 300 años de esclavitud, ¿cuántas generaciones de afroamericanos vivieron en desventaja y acumulando tara tras tara? Sin embargo, cuando los esclavos fueron liberados, nunca se les concedió una indemnización. Ni una parcela de tierra para comenzar una nueva vida. Ni un metro de compensación en la pista atlética de la Historia, aun cuando los ciudadanos blancos habían corrido con ventaja en el continente. Esta injusticia es descartada por esa noción contemporánea de meritocracia que solo se fija en el presente y no en las corrientes que nos han traído hasta él.
Con las mujeres la injusticia ha corrido durante mucho más tiempo.
No es necesario que retroceda hasta el Antiguo Testamento o a la quema de brujas: me bastan los ramales de mi propia familia. Mi bisabuela fue analfabeta porque a nadie le pareció importante que supiera leer siendo mujer. Mi madre solo acabó la escuela primaria porque un médico ­–varón, obviamente– dictaminó que sus cefaleas empeorarían si seguía estudiando. Además, “era una niña muy bonita y ya encontraría marido”. Mis hijas llegarán a terminar la universidad –o lo que les provoque–, pero se enfrentarán a un acumulado de milenios en donde las relaciones de poder han sido dictadas por una coalición masiva de hombres que querían a las mujeres en sus casas, y no pintando cuadros, ni escribiendo libros, ni descubriendo planetas.
Metros y metros de ventaja que la sociedad de patriarcas ha promovido y que no va a soltar tan fácilmente: quien ha vivido en el privilegio por generaciones rara vez suele darse cuenta de él.

 

 

 

 

 

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