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Malditos fachos y caviares

  • 23/10/2015

Hace dos semanas ingresé por primera vez en mi vida al espacio aéreo chino y, a los pocos minutos, el avión hizo una maniobra que no estaba prevista en mis planes. Mi itinerario decía que debía aterrizar en Xianyang, pero el avión descendió en un aeropuerto cuyo letrero decía Qingdao.
Diablos, ¿acaso nos habíamos equivocado de vuelo?
Mi novia y yo éramos los únicos occidentales en la nave y nadie nos entendía del todo. Lo único que hacía la tripulación era hacernos señas para bajar. Una vez en tierra nos hicieron pasar a todos por detectores de metal y nos pidieron nuestros documentos. Luego de cruzar esa barrera, mi novia y yo no sabíamos qué esperar. Después de unos minutos tortuosos, un policía gritó algo que nos sonó a “Xianyang” y, cuando vimos que un grupo de chinos se acercaba donde él, nosotros corrimos a mostrar los ideogramas de nuestra tarjeta de embarque. Cuando el policía asintió, nos volvió el alma. Recuerdo que una vez que caminamos con aquel grupo por los intestinos del aeropuerto, rumbo de nuevo al avión, mi novia comentó:
–Siguiéndolos ya me siento más tranquila.
Cuando volvimos a Lima nos enteramos de las noticias que no pudimos conocer por haber estado en un país que controla el acceso a la información. Muchas se referían a los mecanismos que se están activando con miras a nuestra próximas elecciones: que Keiko Fujimori estuvo en un conversatorio en Harvard, que ahora parece una caviar, que la izquierda no levanta en las encuestas, que gran parte de la prensa es una servidora de la maldita derecha.
Y recordé la frase de mi novia en aquel aeropuerto imprevisto.
Nosotros, dos peruanos desconcertados, no teníamos nada en común con los viajeros chinos que nos rodeaban, salvo los mismos ideogramas como destino. Y, sin embargo, estar con ellos nos tranquilizaba. Es en estas circunstancias cuando de lo más recóndito de nuestros genes algo nos dice que la supervivencia de nuestra especie dependió siempre de pertenecer a un grupo. Hoy ya no vivimos en cavernas, pero pareciera que dicho instinto sigue apareciendo de maneras más sofisticadas. Lo noto en esas discusiones entre los seguidores de Fujimori, Kuzcynski, García y el largo etcétera que suele poblar nuestras elecciones. Es como si la supervivencia biológica hubiera mutado en sobrevivencia social: ahora buscamos grupos de los que no depende nuestra alimentación, pero sí la gratificación de sabernos aceptados por nuestros pares. Esta aceptación nos hace sentir más seguros y, por eso mismo, seguimos con más facilidad las ideas de quienes piensan como nosotros, de la misma manera en que mi novia y yo hubiéramos seguido a ciegas a aquellos pasajeros chinos, incluso si nos estuvieran llevando a un precipicio.
Cierta vez leí que las posturas ideológicas de izquierda y de derecha obedecerían a que los seres humanos se han dividido desde tiempos remotos entre aquellos que tienden a privilegiar la justicia y quienes se inclinan a privilegiar la eficiencia. Esta clasificación, como toda polarización, siempre será exagerada porque eliminará los matices. Pero podría apostar que si a nuestra población se le preguntara de manera objetiva y sin apasionamientos qué preferiría –si justicia o eficiencia–, la gran mayoría respondería que ambas.
Por eso, quienes llevan siempre las palabras “facho” o “caviar” listas para ser escupidas como insulto me parecen superficiales simplistas o, sencillamente, ganado que le teme al despeñadero.

 

 

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