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Los videojuegos y los cuentos de hadas

  • 23/06/2012

Yo amaba a mi padre, pero lo maté dos veces.

De ello me di cuenta al publicar mi segunda novela, cuando él aun vivía. En la primera, el protagonista es un chico huérfano que me recuerda hoy a mis temores de la adolescencia. En la siguiente que publiqué, el personaje principal busca un secreto de su madre y, sin proponérselo, terminará por conocer de verdad a su padre fallecido. ¿Por qué cometí ese parricidio? No lo sabía entonces, pero lo intuyo hoy: es rara la persona que no haya tenido sentimientos encontrados con respecto a quienes más quiere. Yo he amado a mi padre, como ya lo dije, y lo recuerdo con ternura. Pero también es verdad que una parte de mí odiaba a una parte de él. Querer matarlo a nivel inconsciente podía ser razonable, pero hacerlo en la vida real era un acto abominable, sobre todo si lo amaba. Felizmente, la pulsión lúdica de la fantasía vino en mi ayuda para empezar a zanjar con esa disyuntiva.

Con esto quiero decir que usted tiene todo el derecho a procesar su crueldad interior, aunque haya gente bien intencionada que quiera evitarlo. El congresista Jaime Delgado es un buen ejemplo: siempre me ha parecido una buena persona, pero últimamente también me parece algo precipitado. Luego de promover una ley contra la difusión mediática de la comida chatarra ­–que creo que merece un debate más amplio– el señor Delgado ha planteado un proyecto que prohibiría que nuestros niños jueguen en las cabinas de internet videojuegos de carácter violento. La idea del congresista va de la mano con la noción de que todo niño que se embarca en una fantasía donde asoma la crueldad, es un niño que puede terminar siendo violento. Pero fantasía no es igual que realidad: no es lo mismo que un niño reciba violencia directa de su familia a que la “juegue” o a que la “lea”. Hace varios años escuché a François Vallaeys, el conocido narrador de cuentos, decir que en los cuentos clásicos infantiles es indispensable una cuota contundente de crueldad y violencia porque ayuda a afianzar la seguridad del niño. Así es. El leñador debe destripar al lobo. La mujer de Barba Azul debe encontrar en la habitación prohibida a las mujeres degolladas que la precedieron.

Cuando tiempo después leí “Psicoanálisis de los cuentos de hadas” de Bruno Bettelheim, me quedó más claro el soporte de esta noción. Las historias clásicas aportan a los niños poderosos mensajes a nivel consciente e inconsciente y cumplen, además de entretener, con la función de ayudarles a encontrar sentido a la vida y a procesar los monstruos instintivos con que nacemos todos. Es normal que un niño desee eliminar al hermanito recién llegado, y también es natural que se sienta terriblemente culpable por desearle la muerte. Son estas historias crueles las que lo ayudan a exteriorizar esos miedos e instintos y, también, a que en ese proceso sepa distinguir lo que es lícito de lo execrable en su relación con los demás. Los padres –y los congresistas– que con toda buena voluntad desean mostrarle solo la cara bonita de la vida a nuestros niños pueden estar haciéndoles un mal favor a la larga.
En la vida, la crueldad es un personaje que acecha y que tienta en cada esquina.

Estimular a que nuestros hijos la procesen desde el plano lúdico quizá ayude a que la violencia se quede exclusivamente en ese terreno en vez de que sea ejercitada en la realidad.

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