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Locademia de fútbol

  • 07/12/2013

Digamos que soy un fanático del fútbol y que veo en este deporte una oportunidad para desarrollar herramientas muy útiles para la vida y, por qué no, también una noble carrera. ¿Qué es lo primero que hice cuando me enteré de que iba a tener un hijo? Llamé a la academia de fútbol de mi amigo Mauro y separé un cupo con mucha anticipación. Ustedes entenderán que esta academia tiene fama a nivel continental y no quiero que mi Gustavo se quede afuera.

Y cómo pasa el tiempo.

El embarazo y la época de lactancia han volado como un cañonazo de Lolo: mi hijo ya tiene edad como para correr tras una pelota. Siempre he creído que para hacer las cosas bien en la vida debes confiar en los mejores de cada disciplina. Esta regla que me ha sido tan útil también será aplicada en estas instancias: mi hijo a las justas sabe balbucear la frase “fuera de juego”, pero ya lo estoy llevando a sus clases de fútbol.

Allí le enseñan la importancia de calentar y estirarse antes de jugar, lo entrenan en tiros al arco, le enseñan en pizarras infantiles teorías de juego y ya empiezan a mostrarle la diferencia entre patear con tres dedos del pie y hacerlo con el empeine. Con ese estímulo enorme y rodeado de estrellas que aparecieron en figuritas de Panini no hay duda de que, mínimo, será un aspirante a crack.

Pero, ¡ay mísero de mí! ¡Ay infelice!

La pequeña sabandija me rompe la ilusión. Primero empieza con que se siente enfermo los días que debe ir a clase. Y tras una conversación en la que procuro que el Cantona que me habita no haga uso de mi furia, le saco por fin la confesión: se aburre. Leyeron bien: el malagradecido no quiere saber más de fútbol porque se aburre.

Ahora déjenme volver a mi realidad para decirles que, curiosamente, es esta forma de estímulo la que impera en nuestras escuelas para asegurarnos de que nuestros niños se enamoren de la lectura.

El amor por una actividad no nace a través de una metodología que hace sentir su propósito: ¿quieres que tu hijo se enamore del fútbol? Regálale una pelota envuelta en papel colorido, llévalo de la mano a un parque, rían mientras patean la bola. Cuéntale las anécdotas del fútbol relacionadas a tu niñez. Y, mientras descansan mirando el cielo, relátale esa jugada de Maradona ante los ingleses que te hizo llorar cuando la viste en directo.

Si se trata de que tu hijo lea, haz algo parecido.

En los años que mis socios y yo visitamos colegios para promover la lectura nos hemos dado cuenta de que el primer ingrediente en la relación entre un niño y sus primeros libros debe ser el placer. Últimamente, a través de Recreo hemos inaugurado hermosas bibliotecas en escuelas olvidadas donde los niños pueden tumbarse a disfrutar los libros que más les atraen y pueden llevárselos a casa. Los encargados están aleccionados: nada de incomodarlos con disciplina inútil. Nada de tareas que parezcan tareas. Los resultados son maravillosos. Por ejemplo: hace seis meses el 21 % de los niños del colegio 14031 de Simbilá (Piura) decía tímidamente que le gustaba leer.

Hoy lo dice con entusiasmo el 96 %.

Es natural que en un inicio hayan respondido así: la mayoría de nuestros escolares asocian la lectura a repasar sus áridos libros de texto y no a vivir la aventura de la literatura.

No es que esté en desacuerdo con metodologías pedagógicas que miden la comprensión de lectura o con sistemas técnicos de monitoreo. Pero primero es lo primero: si quieres que un niño crezca con la noción de que la lectura es una buena compañera, la receta es más sencilla de lo que se piensa: asegurarse de que acceda a un libro y de que sienta placer con él.

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