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La vida porno

  • 08/05/2015

Una noche, hace unos meses, metí un pie para probar el agua y terminé por sumergirme totalmente en Downton Abbey. Esta serie británica, galardonada en varias oportunidades, relata la vida alrededor de un palacio campestre del mismo nombre durante la segunda década del siglo 20 y cruza las acciones y sentimientos de sus nobles y criados en una época de cambios profundos en la sociedad occidental. La mayoría de actores son impecables –Maggie Smith como la vieja condesa es un polo magnético en cada aparición–, el vestuario y decorado están cuidados hasta el último pespunte y la interrelación entre historias domésticas y hechos históricos –el hundimiento del Titanic, la primera guerra mundial, los adelantos tecnológicos– la convirtieron pronto en cocaína para mis retinas. Sin embargo, cierta noche mi novia lanzó un comentario que me dio una mejor pista sobre esta preferencia.
–¡Este sí es un telenovelón!
Como casi siempre, tenía toda la razón.
Si bien Downton Abbey nació como una miniserie, su éxito en el Reino Unido hizo que sumara temporada tras temporada. La serie tiene, pues, aquello que pocas veces se da en una obra de ficción: una buena calidad literaria en un folletín por entregas. Podría decirse que comparte el formato de “María la del Barrio”, pero cuando me pregunto acerca de su principal diferencia no puedo dejar de pensar en aquella que separa a la pornografía del arte: el exceso de luz.
La pornografía es el lienzo de lo evidente y en ella es nulo el ejercicio de la imaginación. La mala literatura (en libros, series y telenovelas) se le asemeja en que lo explica todo y nunca reta al espectador a asumir su responsabilidad de co-creador junto al escritor. Eso la hace muy fácil de consumir, por supuesto, pero también la hace más fácil de olvidar, pues nuestras mentes se quedan sin las cicatrices de un esfuerzo mínimo por tratar de entender nuestras complejidades. Conocidos son los casos de escritores como Hemingway, que al escribir más era lo que escondían que lo que mostraban.
Pero, ¿y si con esta premisa diéramos un salto a la no ficción? Porque el misterio no es un requisito privativo de las historias inventadas. El claroscuro se hace también fundamental en nuestras vidas si buscamos tomar la decisión de cómo ser rememorados.
Es curioso que casi todos los medios de la actualidad hagan una presión formidable para que en nuestra existencia elijamos la opción de la telenovela simplona. Es decir, una vida en donde la luz inunda todos nuestros actos. Los programas concurso obligan a los jóvenes a hablar de su intimidad, las nuevas aplicaciones logran que los usuarios se muestren sin pudor en escenas que antes se escribían en diarios con candado y en Facebook cada vez hay más personas que no tienen empacho en decir que se sienten tristes por culpa de tal desgraciado, en camino a tal lugar, mientras colocan la foto del helado que acaban de comprarse para encajarse las endorfinas que necesitan.
Estamos rodeados, pues, de la vida porno.
Con lo hermoso que es echarse encima un poco de elegante tiniebla.

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