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La garúa de los medios

  • 17/08/2013

Me acabo de topar con el programa de Carlos Álvarez y veo que el comediante ha hecho una parodia de una reciente campaña peruana de la marca Everlast.

Con un maquillaje recargado y un rictus de terror, Álvarez caracteriza a Natalia Málaga, la entrenadora de vóley que se ha hecho célebre por arengar a sus pupilas con rugidos y palabrotas. La comedia es casi un calco del comercial que circula por las redes: Natalia Málaga conduce un autito en forma de guante de box para vengar a las conductoras que son despreciadas por los conductores machistas. A todos aquel que trata con desdén a una conductora por el hecho de ser mujer, ¡pum!, le da un choque con su auto enguantado y le saca propósito de enmienda con palabrotas.

Quizá usted se haya dicho lo mismo: ¿no es esa noción de que a la violencia hay que enfrentarla con más violencia la que ya ha originado tantos conflictos familiares y sociales en nuestro país? ¿No fue ese razonamiento lo que convirtió a la lucha contra el terrorismo en nuestro país en un desbande de excesos que solo vio su fin cuando se usó la inteligencia en lugar de la metralla indiscriminada? Pero ya ve. Una manera potencialmente terrible de tratar la violencia llena nuestras pantallas y le damos el amén entre risas.

Camino por la ciudad y me topo con tres mujeres hermosas y talentosas. Eso no tiene nada de malo, se podría decir que es hasta inspirador. Lo potencialmente nocivo ocurre cuando las tres han sido contratadas por una tienda por departamentos (en este caso es Ripley) para representar el ideal de la mujer moderna en el Perú y ni una de ellas –¡ni una de tres!– lo hace haciéndole justicia al mestizaje que es mayoritario en nuestro país. Maju Mantilla, Vanessa Saba y Stephanie Cayo merecen todo el aplauso que su talento genera y es obvio que no tienen la culpa de tener rasgos europeos. Lo malo es que hayan sido convocadas sin sopesar ese pernicioso mensaje latente que respiramos: que en nuestro país la meritocracia puede ser secundaria ante la blanquitocracia. A veces quisiera creer que exagero, pero cuando imagino a una chiquilla de Lima Este que aun no termina de formar sus pilares de seguridad toparse con mensajes así, veo que algo de razón me acompaña: lo más nocivo de discursos así es esa manera tan amable y “natural” con que se dispersan.

Hace unas tardes ampayé a dos de mis hijas frente a Combate. Entiendo que este programa concurso tenga tantos seguidores en la edad de las hormonas: participan chicas y chicos guapos que muestran mucha piel, genera pertenencia a través de los bandos competidores y, además, intenta crear relaciones entre sus concursantes para que el melodrama trascienda a la pantalla. Por ejemplo, esa tarde vi cómo los conductores se esforzaban para generar complicidad entre una concursante y un integrante recién llegado, aprovechando, además, que la concursante acababa de terminar su publicitada relación con uno de sus compañeros.

No aguanté más y hablé con mis hijas. No podemos dejar que nuestra juventud siga tomando como normal que la ventilación de los asuntos privados sea una buena moneda a cambio de lograr popularidad.

Honestamente, no creo que los responsables de estos ejemplos sean malas personas ni merezcan lapidación pública. Suelen ser personas creativas que están tan sumergidas en la problemática de su negocio, que ni se les ocurre las posibles consecuencias de mensajes que vistos superficialmente son hasta simpáticos. Ya que la responsabilidad social debería ser un ejercicio diario y no una etiqueta para sociales, ¿no sería bueno que las agencias de publicidad, los anunciantes y los medios tuvieran consultores de las ramas de la psicología para contrastar sus entusiasmos?

La mediósfera que tanto nos impacta es como esa garúa limeña de invierno: sus gotitas no se perciben, pero vaya que calan hasta los huesos.

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