Inteligente como yo
- 14/08/2015
A veces, cuando se afinan los oídos y el nervio que los conecta al cerebro, uno se da cuenta de que existen ciertas frases dichas al aire sin preocupación que revelan la raíz de algunos males sociales. Anoche, por ejemplo, capté este diálogo en una cena:
–Qué simpático es X, ¿no?
–Además es brillante.
–Justo ayer leí un artículo suyo que me gustó mucho. Pensamos lo mismo.
Por otro lado, esta semana la fotógrafa Cecilia Larrabure me escribió con cierta preocupación luego de que ella y sus socios hubieran lanzado el tráiler de su documental titulado “Yawar Fiesta: La visita de un dios alado”. La película –filmada en el pueblo de Coyllurqui, entre los estremecedores macizos andinos del sur peruano– nos cede el rarísimo privilegio de observar la costumbre anual de sus habitantes de cazar a un cóndor y mantenerlo vivo con el respeto que merece una divinidad para, luego de unos días, amarrarlo sobre un toro de lidia en una plaza jubilosa. No es el objetivo de la cinta ahondar en el simbolismo de lo andino que triunfa sobre lo hispano, sino preocuparse por la vulnerabilidad del ave sin permitirse atacar la tradición: un diálogo que busca soluciones sensatas de preservación mientras nos internamos en paisajes y costumbres poco conocidas.
Sin embargo, Cecilia me escribe:
“Hemos detectado en las redes sociales que mucha gente, apenas lee el nombre Yawar Fiesta, se salta el enlace pensando no, yo estoy en contra, sin siquiera haberse tomado la molestia de ver el tráiler e informarse un poquito más”.
Y hoy estuve respondiendo en mi página de autor los comentarios a un artículo que publiqué hace poco. En dicha columna me había dedicado a compilar las letras de decenas de canciones populares que hablan de la muerte de uno cuando el ser amado nos deja porque al final quería dejar flotando una reflexión que fuera completada por el lector. Y, de pronto, me topé con un joven que me escribe:
–Antes me parecías un tipo inteligente… pero para hacer este post… ¿citar letras de canciones y concluir eso?
Le respondí con amabilidad seca, pero confieso que por unos cuantos minutos me carcomió un rencorcillo. Y mientras más pensaba en su comentario, más cuenta me iba dando de que mi molestia no se debía a que le disgustara mi artículo –lo verdaderamente extraño sería que le gustara a todos los lectores– sino que aquel comentarista tuviera como parámetro general de lo que es sensato e inteligente su propia experiencia vital.
Todos tenemos una visión egoísta del mundo. Después de todo, nadie más siente el entorno de la manera exacta en que uno lo percibe. Sin embargo, ahora no puedo dejar de pensar que las barreras que atentan contra nuestras grandes concertaciones deben nacer de nuestra pereza para abandonar esa posición cómoda.
Las redes sociales, pues, han llegado para hacer más visible una gran falencia humana: la mayoría de personas que se informa a través de internet no busca expandir su conocimiento, sino confirmar que tiene la razón.
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