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Entre Mistura y Librura

  • 07/08/2015

Se ha convertido en lugar común decir que los peruanos preferimos atiborrar nuestras panzas de comida que nuestras mentes de lecturas.
Si nos atenemos a ciertos síntomas, es verdad.
En nuestro país existe una monstruosa cantidad de restaurantes que abren cada semana en comparación con las librerías que se inauguran. Las secciones de gastronomía en las publicaciones nacionales son enormemente más numerosas que las de literatura. Los mercados de abasto fluyen vitales mientras que las bibliotecas ni siquiera sirven como referencia para encontrar una dirección. Quitemos a Vargas Llosa del panorama cual pareja despechada y, ante la pregunta de qué escritor peruano conoces, cualquier estudiante de secundaria balbuceará el nombre de algún escritor muerto, pero seguramente sí será capaz de nombrar a un chef vivo. Y ya ni ahondaré mucho en las estadísticas sobre el analfabetismo funcional de nuestros escolares en la última década, ni en los hermosos concursantes de reality que sí saben responder lo que es un cebiche pero no pueden relacionar a Cervantes con El Quijote.
Pero quizá sea una injusticia comparar el consumo peruano de gastronomía con el de literatura. Después de todo, comer es una necesidad más visceral que leer: en nuestros hogares los padres se preocupan en llevarle la comida a sus hijos con mucha más frecuencia de la que se preocupan por llevarles libros.
Sin embargo, algo de esta verdad no me cierra en estos días. O quizá sea que cuando algo se hace lugar común, una parte mía se rebela y ve la manera de buscarle tres pies al suricato.
Esta semana, la Cámara Peruana del Libro ha compartido las cifras de la reciente Feria Internacional del Libro de Lima. Según el comunicado, las ventas de libros de este año se elevaron en un 30 % en comparación con las de 2014. Entiéndase que en una economía que se percibe como desacelerada. Y, sorprendentemente, los visitantes que pagaron su entrada –sin contar niños pequeños ni adultos mayores– superaron al medio millón.
¿Sabe usted cuántos asistentes pagantes tuvo Mistura en su última edición? 420 mil.
Entonces, ¿cómo es posible que en la ciudad donde supuestamente nadie lee, una feria del libro haya tenido más visitantes que la meca de nuestra gastronomía? ¿A qué le debemos esta sorpresa? Las respuestas pueden ser muchas, pero yo ensayaré un par que tratarán de saltarse obviedades como que entrar a Mistura es más caro o que esta versión de la FIL ha tenido una mejor cobertura en los medios.
La primera es que en Lima faltan espacios públicos para las familias y que los espacios lúdicos, así adentro vendan libros, siempre serán imanes en esta contexto. Un parque como el de Los Próceres que ya se está volviendo un referente libresco, intervenido con la atractiva arquitectura provisional que diseñó Augusto Ortiz de Zevallos ayudan a este llamado magnético.
La segunda razón detrás de la sorpresa es otro lugar común detestable: pensar que la cultura es en sí un mal negocio. Los seres humanos somos manojos sensoriales que buscan experiencias y no categorías de consumo. Avisadas están las autoridades que nos representan y también los medios de comunicación: ofrézcanle a la gente espacios físicos y mentales que enriquezcan su espíritu de forma amena, y otro será el menú que exigiremos.

 

 

 

 

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