El elefante de Elena
- 18/01/2020
Desde que la conozco, mi asistente se empeña en parecer que va un casting para Tim Burton: hermética, de sonrisa nula y siempre de negro. De hecho, la única vez que la vi con un color que no fuera el negro fue el día de su boda. Y sin embargo, tal como ocurre con los personajes de Burton, uno puede intuir en Elena una ternura insondable.
Hace años descubrí, fascinado, que Elena visitaba pabellones infantiles vestida de clown: súbitamente colorida y musical, confortaba a niñitos en su peor trance y facilitaba la labor de los médicos. Pero un día visitó un pabellón de adultos y su vida dio un giro: una señora, amarilla en extremo y en espera de entrar a cirugía, llamó su atención. Elena se acercó a aquella mirada aterrada con cautela: quizá ya intuía que la gente va a los hospitales a curarse el cuerpo, pero no el dolor que excede a lo físico. Sorteadas las primeras barreras, la paciente terminó por soltarle una dolorosa confesión: veinte años atrás se le había muerto su único hijo y entró en un torbellino autodestructivo. Con fervor le pidió a Dios morir y después abandonó toda espiritualidad. No obstante, cinco años después tuvo una hija y su vida pareció volver a su cauce. Pero ahora que su hija era una adolescente tenía el pánico de que Dios le estuviera concediendo a destiempo aquel viejo deseo como castigo. Elena le apretó la mano con sus ojos compasivos y la señora le agradeció que la hubiera escuchado sin juzgarla: “Yo solo quería una señal de que todo va a salir bien, y llegaste tú”.
Desde entonces, a la par que me asistía, Elena estudió tanatología –el estudio de la relación entre la muerte y los seres humanos– y después abrió en Facebook una página en la que comparte lo que aprende en sus consultas: “El elefante en la habitación”, aludiendo a esa omnipresencia de la cual casi nadie habla. Recuerdo que en otra ocasión, Elena me relató cómo un joven sacerdote le confesó su terror a los difuntos en los responsos. Después de varias sesiones, llegaron a la génesis en su niñez: el suicidio de su hermano, el cuerpo por él descubierto, el hermetismo de sus padres y la prohibición a que asistiera a los ritos fúnebres: un trauma anidado y exacerbado por la falta de explicación y de claridad.
Con el tiempo, en mis charlas con Elena, he comprendido que no es casual que también la contacten personas que no tienen una muerte que lamentar. Se trata de corazones rotos, personas divorciadas, migrantes o gente próxima a jubilarse. Es natural. La raíz de muchos de nuestros dolores está en que no sabemos lidiar con los cambios: la pérdida de un amor, de un trabajo, de una ciudadanía o de la manera con que nos ganábamos la vida son remezones con los que debemos aprender a vivir.
¿Y qué es la muerte, sino el cambio más profundo de todos los que nos esperan?
¿Cuánto dolor y neurosis se ahorraría nuestra sociedad si buscáramos conversar sobre nuestras congojas con una persona receptiva y preparada? ¿No debería ser esto parte de nuestras políticas de salud?
Tim Burton, aquí tienes una historia. Y te ahorrarás el casting.
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