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Domingo con dos etiquetas

  • 15/09/2012

Ese domingo de enero mis hijas y yo subimos al carro cargados de bloqueador solar y curiosidad.

En los días previos se había entretejido una enorme red de correos electrónicos –Facebook y Twitter no tenían la fuerza de hoy– que invitaban a unirse a la Operación Empleada Audaz, una actividad de denuncia contra la discriminación racial. Cual Día D, el desembarco era en una playa: Asia, símbolo del veraneo de la clase alta peruana y en donde, según algunos testimonios, las empleadas domésticas eran segregadas con ciertas normas, entre ellas, no poder bañarse en el mar junto a los dueños de las casas. La idea era que decenas de activistas con uniforme de empleada doméstica se lanzaran a bañarse como simbólica oposición a lo establecido en algunas de esas playas.

Una vez que estacioné cerca de la carretera noté que la convocatoría iba a tener éxito. Aunque mi presencia buscaba ser neutral –pensaba escribir una crónica sobre el evento– no podía dejar de alegrarme por la forma en que mi país se atrevía a encarar taras como el racismo. Muy pronto me vi rodeado de gente que opinaba como yo: las sonrisas amistosas y los abrazos de algunos dirigentes y simpatizantes de organizaciones y colectivos me hicieron sentir parte de una visión de país que quería para mis hijas. En un momento dado me encontré con un viejo conocido y la alegría de saludarlo me llevó a ocupar un lugar a su lado en la cadena humana que se formó. Una vez que la cadena se disolvió y las activistas uniformadas se lanzaron al agua, mis hijas y yo nos pusimos a caminar por la orilla intercambiando impresiones.

De pronto nos encontramos en la vecina playa de Cayma.

Muchos de sus veranentes descansaban bajo las sombrillas de caña, tal como yo lo hacía –y lo hago– en mi propio balneario de veraneo. Algunos estaban de pie en la orilla, observando con curiosidad el desarrollo de la protesta.

De pronto divisé a Luis, un amigo que veraneaba allí.

Sus brazos se ampliaron y su sonrisa no se quedó atrás. Un buen tipo, Lucho.

Nos dimos un abrazo, mis hijas lo saludaron, y empezamos a conversar.

De pronto, Lucho volvió la mirada hacia el punto de donde yo venía. Su frente se frunció.

–¿Qué tontería es esa, hermano? ¿Tú la entiendes?

Pum. Fue una revelación. En ese evento en el que dos visiones de mi país se veían confrontadas, ambas partes me veían como un miembro suyo. Quien me había conocido colaborando con alguna campaña social (o había leído algún artículo mío donde criticaba algún tipo de injusticia) pensaba que yo tenía que ser un crítico feroz de los burgueses de Asia. Y aquel que me conocía por mis asesorías a la empresa privada (o me recordaba manejando un carro importado), pensaba que era imposible que yo pudiera simpatizar con una idea típica de oenegés. En estos tiempos en que veo a tanto amigo por el Twitter, esa vitrina de prejuicios, diciéndole “caviar” a uno y “facho” al otro, me provoca decirles que es probable que el “otro” no sea la bestia negra que imaginan. En los más de 25 años que llevo conociendo a organizaciones de todo tipo, me queda claro que los extremistas imbéciles son poquísimos frente a un enorme círculo de peruanos que se sitúa más al medio de lo que piensa.

Basta dialogar un poco con ese enemigo abstracto para darse cuenta de dos cosas: Que no merece ese calificativo, porque los monstruos se alimentan de la ansiedad que da el desconocimiento.

Y que somos un país donde faltan puentes porque sobran las etiquetas.

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