Charito y la Unión Civil
- 20/03/2015
La semana pasada vi el insólito caso de una junta de médicos que negaba la circulación de la sangre, cinco siglos después de haber sido enunciada por Miguel Servet. También vi a un grupo de físicos que defendían las leyes de Newton como las únicas que rigen el universo y dejaban de lado las más que aceptadas leyes de la física cuántica. Además, escuché el discurso de un grupo de científicos naturalistas que negaban la teoría de la evolución y predicaban que los animales que existen en la Tierra descendieron todos de un barco enorme que encalló en el monte Ararat, en el este de Turquía, luego de un diluvio exterminador.
A estos personajes que desconocieron los pilares fundamentales de sus profesiones podría añadirle, ya saliendo de los linderos de la ficción, a los siete congresistas peruanos que la semana pasada votaron contra la Unión Civil entre personas del mismo sexo. Al asumir sus cargos esos congresistas se comprometieron a honrar la Constitución, tal como un médico honra los descubrimientos mínimos de su oficio, pero la hicieron de lado como a un animal sarnoso. No usaron ningún razonamiento legal ni alguna interpretación interesante que pudiera encontrar un resquicio constitucional a su favor. De nada sirvió tampoco que la Defensoría del Pueblo, el Ministerio de Justicia, el Ministerio Público y el Poder Judicial hubieran avalado previamente este proyecto de ley luego de estudiarlo dentro de la esfera del derecho. No, pues. La discusión no se centraba en los derechos legales del prójimo, sino en creencias personales.
Como un astrónomo que reniega de Galileo –aquel solitario que se enfrentó a la enorme mayoría de su época– varios de esos congresistas tuvieron el cuajo de defender su posición desde la mayor aberración jurídica que puede decir un supuesto entendido cuando se trata de derechos humanos: “Rechazamos la Unión Civil porque la mayoría de peruanos no está de acuerdo con esta ley”. Probablemente ese sea el mito más pernicioso sobre la democracia que se enseña en nuestras casas y escuelas: que lo que quiere la mayoría es lo mejor. Confundimos la votación con la democracia, tal como confundimos boda con matrimonio. Recordemos que la democracia no es una votación, sino un sistema de balanzas y péndulos que trata de equilibrar los poderes para que los ciudadanos tengan los mismos derechos y obligaciones. Frente a esto, el enunciado de que “la mayoría lo quiere así” es una idea simple y fácil de martillar, una trampa ideal para que millones de compatriotas desinformados escondan su prejuicio.
Tal vez por ello, en los años que nuestra educación cívica tardará en mejorar, debamos hacer uso de aquellos espacios a los que sí se enchufa voluntariamente la mayoría de nuestros compatriotas. Que en “Al fondo hay sitio” Charito se enamore sin querer de una mujer, o que Nicolás se enamore de un hombre. Que sus seguidores vivan a través de ellos la inequidad, que no puedan heredarle sus posesiones a la persona que aman, que no puedan velar por su pareja en el hospital, que no los dejen ni asistir al velorio de su gran amor porque, aunque están amparados por la Constitución, no lo están por una ley que obedezca a ella.
Será que cuando la realidad no hace bien su trabajo, la ficción tiene que hacer el suyo.
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