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Adelantemos todo

  • 27/11/2015

Al inicio fue como el moho que aparece tenuemente antes de convertirse en una plaga verde.
Era mediados de octubre y en el supermercado al que suelo acudir aparecieron unos duendecillos de plástico, la sonrisa guasona y unos cascabeles en la punta de sus zapatos, cargando unos regalos de fantasía. Formaban solo un islote en medio de la marea naranjinegra del Halloween, pero la lucecita de alarma igual se activó en mi sistema. A los pocos días, a comienzos de noviembre, descubrí que el virus se había expendido y que era indetenible: en el patio del centro comercial que palpita en mi vecindario unos operarios habían empezado a armar un árbol gigante de Navidad.
Una de las señales que me advierten que he transitado más de la mitad de mi camino es que me descubro comparando a menudo las costumbres actuales con las de mi niñez. Hoy, por ejemplo, me recuerdo en primero de secundaria, con el sol franco que antecede al verano y con la expectativa de los exámenes finales, ayudando a mi madre a armar el árbol navideño en la sala y el pesebre bajo la escalera. La fecha no bajaba del primero de diciembre y hasta los comerciales de panetón la respetaban.
Pero son otros estos tiempos.
Ya que estamos en ellos, quizá debamos sincerarnos del todo y fomentar la cesárea para que nazcamos ya sietemesinos, pues es injusto privarles a nuestros retoños de esos meses a la luz en los que podrían estar descubriendo las maravillas del mundo y su consumo. Ya que estamos, revaloremos también la eyaculación precoz, que nos puede ahorrar tiempo para concentrarnos en cosas más productivas que reproductivas. Adelantemos la Semana Santa, que los huevos de Pascua son más populares que los clavos de Cristo. Y ya que hablamos de huevos, adelantemos nuestras mañanas tal como lo hacemos con las gallinas en las avícolas: que nos despierten reflectores, que las hormonas nos hagan adolescentes antes de tiempo, que nuestros hijos tomen trago con los gallos en la voz. Ya lo dijo un guionista de los cuarenta: vivamos rápido, muramos jóvenes y dejemos un bonito cadáver
Que el Día del Padre se adelante para mayo y que en junio ocupe ese espacio el Día del Hijo sin Padre: la culpa es un motor de la mercadotecnia y ya se sabe que las lágrimas aflojan las billeteras. Que el efecto dominó adelante el Día de la Madre para fines de marzo, y aprovechemos para que un poco antes, con los últimos calorcillos del verano, exista el Día de la Concha de Abánico y nuestras cebicherías puedan hacer su agosto cinco meses antes: “Por el mes de la Concha y de tu Madre llévate una leche de tigre”.
Pero, ¿de qué sirve una oferta cuando hay gente que no la puede leer? Que nuestros niños aprendan a hacerlo desde los dos años –solo los finlandeses son tan imbéciles como para prohibir que sus niños aprendan antes de los siete– porque el costo de tener una generación de niñitos frustrados es poca cosa ante la oportunidad de un mercado de psicólogos, de colegios especializados, de fármacos infantiles, de chocolates contra la ansiedad y de juguetes para calmar la culpa.
Mejor aún, ¿por qué no adelantamos la Navidad para que todo esto pueda hacerse sin tanto remordimiento?
Oh, es verdad. Se me adelantaron.

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