Así que quieres trascender
- 06/02/2015
Ayer me topé con unos cuentos que escribí a los dieciséis.
Debido a las “e” rellenas de tinta, las hojas mecanografiadas parecen estar repletas de espinillas, tal como debo haberlo estado yo. Parece la metáfora adecuada, un adolescente típico representado por unas historias del montón.
Y sin embargo, esas páginas tal vez sean las más puras y felices que he plasmado.
Cuando las escribí sabía que su destino sería un cajón. En mi mente no aparecían, ni de lejos, las imágenes de algún lector posible, de un editor que seducir, de ese académico que no hay que defraudar, toda la fauna esperable de aquello que acertadamente se llama “circuito”, porque todo circuito se muerde la cola.
Algo similar me ocurrió cuando empecé a escribir anuncios en una agencia de publicidad.
El Perú era un territorio enclaustrado. El impuesto para salir del país era de 100 dólares y un chico como yo ganaba 20. No había artículos importados que comprar y hasta la publicidad que se emitía tenía que haber sido grabada aquí. Los concursos de reconocimiento eran un territorio mítico que le abría sus puertas a otros y, sin embargo, recuerdo que mis compañeros y yo trabajábamos contentos: la gran premiación de cada día consistía en haber logrado una buena idea. Todo eso empezó a cambiar cuando asomaron los festivales publicitarios: la generación de redactores y directores de arte de aquellos años se hizo adicta al podio y, lamentablemente, eso ha continuado hasta hoy. La realización personal ya no descansaba en lo que uno podía lograr, sino en lo que los demás pensaban que uno había logrado.
Obviamente, hay que ser un idiota en un gremio autorreferencial para buscar trascender a través de la publicidad y yo, en una época, llegué a ser ese idiota.
Sin embargo, con el tiempo, me di cuenta de que pretender hacerlo a partir de la literatura o de cualquier otra disciplina es también ingenuo.
Hace tres o cuatro décadas Luis Felipe Angell era uno de los peruanos más leídos y celebrados por sus compatriotas, pero hoy sería más fácil encontrar un chino pecoso que a un veinteañero que sepa de él. Cuando Manuel Scorza falleció en un accidente aéreo, su nombre pareció remontarse a la altura de las leyendas. Pero, ¿se le recuerda acaso en las escuelas? Nos ha tocado una sociedad que produce tanto contenido todos los días, que es inevitable que la nueva marea desplace a la anterior. Hace tres semanas es probable que el perfil de Facebook de muchos lectores de este espacio proclamara “Je suis Charlie”. Yo les preguntaría: ¿han hablado de esa matanza hoy con sus amigos? Lo mismo se aplica a Urresti, a Nadine Heredia, a todos aquellos que hoy pueblan las portadas y que en secreto piden no ser desterrados de ellas. No hay mejor manera de sorber el tuétano de cada día que recordando que en cualquier momento podemos morir. No hay mejor manera de quitarse la angustia de ser reconocido que dar por hecho que serás olvidado.
A mí solo me van a recordar mis hijas y, quién sabe, tal vez sus hijos.
Esta es una de las certezas más liberadoras que he tenido en mi vida.
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