Denunciar a un amigo
- 14/09/2019
Hace unos meses publiqué un artículo sobre la relatividad de nuestra moral cotidiana y ayer me señalaron un tuit que respondía a esa publicación. Quien lo escribió me cuestiona que, ya que toqué ese tema, no me haya pronunciado sobre mi amigo J, quien por esa época fue acusado en una página feminista de haber querido aprovecharse hace años de una colegial que hoy ya sería una mujer adulta.
Aquellas vez, mientras leía dicha denuncia en Facebook, mis palpitaciones crecían junto con la intriga. La denuncia contra J estaba bien redactada, pero abundaba en curiosos recovecos. “¿De verdad ha ocurrido esto?”, era lo único que me permitía pensar. Cuando al final busqué el nombre de la denunciante, encontré un espacio vacío. Ni una inicial. Ni una pista. Confieso que suspiré con algo de alivio, pero todavía preocupado: nadie, y menos un hombre, debería juzgar a una denunciante anónima, ya se sabe cómo pueden reaccionar las hordas machistas. Lo que hice es esperar. En los minutos que se acumularon, la denuncia se pobló de comentarios sarcásticos, de insinuaciones, de chacota de egresados del colegio aludido, de alusiones a unos profesores, de respuestas combativas de algunas activistas. En ese mar picado encontré flotando un alegato indignado de mi amigo exigiendo pruebas, pero no apareció ninguna adhesión a la denuncia. Ningún testigo. Nadie a quien le constara el episodio narrado, a pesar de que la denuncia mencionaba situaciones escandalosas en lugares públicos delante de supuestos espectadores. Las horas pasaron y luego los días. La ofuscación inicial de J fue cediendo. Y en tanto él buscaba asesoría legal para defenderse, las pruebas siguieron sin aparecer.
Y esa fue la razón lógica para no pronunciarme.
Pero ahora confesaré la más importante: J es mi amigo.
Es una razón que suena estúpida, egoísta e interesada cuando uno la lee aislada, pero tiene un significado inconmensurable cuando uno analiza su vida. A lo largo de la mía –y a usted le debe ocurrir lo mismo– debo haberme cruzado con cientos de miles de personas. Quizá millones. De ellas, habré conocido de manera tangencial a unas miles. De esas miles, conoceré los nombres completos de unos cientos. De esos cientos, le daría un abrazo amistoso a varias decenas. De esas decenas, llamaría a la intimidad de mi casa a solo un puñado. Y de ese puñado, buscaría personalmente a pocos, muy pocos, para que me acompañen a llorar una pena.
Pues ahí está J, cernido en esa criba: una de las personas que, en un momento privilegiado de mi vida, hizo una conexión superlativa con alguna de mis facetas de una manera que no espero que alguien más entienda. No existe crimen que J y mis amigos del alma puedan cometer para que yo salga a apedrearlos públicamente. No lo existe, y eso que me considero bueno fantaseando aberraciones. Si alguno de ellos cometiera el acto más excecrable, lloraría en silencio y me tasajería en privado. Y así como no saldría a defenderlos públicamente, menos lo haría para señalarlos. En esta época donde representar altos intereses morales y ser políticamente correcto es cada vez más mandatorio, parecemos olvidar el derecho a respetar el bien más hermoso que uno puede atesorar: la verdadera amistad.
Colectivos y celadores de la justicia, los apoyo. Pero no me pidan imposibles.
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