Yolanda, tanto tiempo
- 10/08/2019
Te vuelvo a escribir, Yolanda, después de 38 años.
Esa mañana salí con mi primo hacia la plaza de armas de una ciudad que entonces era tranquila en el norte del Perú, y le pedí a un fotógrafo con cámara de madera que me retratara. Mírame: soy un púber peinado con copete que intenta sonreír a pesar de su timidez. Mis brazos están cruzados sobre un polo amarillo que me regalaron en mi cumpleaños. Una vez que el fotógrafo me la entregó, envolví la foto con la carta que llevaba preparada en un bolsillo. Mi caligrafía resalta azul sobre el papel y teje descripciones acentuadas con candor: ya que me he anticipado al lugar donde iba a ser retratado, te explico cómo se llama el monumento detrás de mí, te describo el clima y, claro, te hablo de mí. Luego voy al correo y envío el sobre a una dirección que ayer, después de tantos años, ha estallado en mi cabeza al verla en mi televisor: Gomis 1, Barcelona (23).
Mi primo hizo lo mismo con Gemma. Yo lo había convencido de que era la más guapa, de que su mirada tierna se iría a posar en sus sentimientos y así mis ojos se reservaron exclusivamente para ti: la coqueta de amarillo, la de la mirada pícara que anticipó, sin yo saberlo, el tipo de chica que me iría a traer problemas en el futuro. Si yo te adoraba, ya te imaginarás cómo detestaba a Tino. En realidad, lo envidiaba, pues la envidia –lo aprendí después– no es más que una forma corrosiva de admiración. No es solo que estuvieras a su lado todo el tiempo: también era desenvuelto, era un líder y, encima, era blanco. Todo lo que yo estaba un poco lejos de ser.
Volverlos a ver a todos reunidos en ese documental de Netflix no solo implica hacer un balance de lo que fue sus vidas: es hacer el ejercicio de lo que nosotros, sus fans, hicimos con las nuestras. Ustedes terminaron haciendo de mayores lo que quizá no imaginaban mientras cantaban en los escenarios y yo terminé dedicándome a algo que por entonces no tenía presente, aunque lo tuviera ante mis narices: la anticipación de tu lectura. Mi corazón se contraía con solo imaginar que tu mirada se iría a posar en mis frases y, aunque me ilusionara la idea de tu respuesta, haber lanzado al mar esa botella me descargó de lo que me correspondía. Lo demás ya no era tanto mi responsabilidad y fue el anticipo de lo que algunos colegas míos se niegan a ver: que lo importante es entregar todo de ti en el papel, sangrar en tinta, precipitar en esas palabras tus obsesiones y, después, boquear exhausto en los márgenes. Que después te lean importa menos: entregarse es en sí la recompensa.
Por supuesto, tú no leíste mi carta.
Una tarde, el cartero dejó bajo mi puerta un sobre blanco que llegaba desde Barcelona.
Cómo temblaron mis dedos al abrirlo. Adentro había una postal con la foto oficial de Parchis, sin otra seña de humanidad. Hasta ahora la conservo. Al descubrirla algún día, mis hijas se reirán. Pero yo les dejaré al lado una nota, recordándoles que jamás me burlé de ellas el día que enloquecieron cuando Justin Bieber les dio like en Instagram.
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