Vargas Llosa agradecido
- 27/07/2019
Un anciano Vargas Llosa se retira de la Feria del Libro de Lima y, a metros de la oscura puerta, unos manifestantes fujimoristas le gritan que es un corrupto, garante de Toledo y Humala, un traidor a la patria. Él les responde con la espalda, tragándose el mal sabor, pero no está solo: en el tumulto aparece el Inca Garcilaso, el primer peruano que le escribió al mundo las maravillas de esta tierra y, junto a él, Guamán Poma, Blas Varela y Amarilis anclan brazos y cierran círculo. Un muchacho continúa insultándolo, pero sus tristes palabras son acalladas por el paisano Mariano Melgar, tan enamorado como patriota; por las respuestas burlonas de Pardo y Aliaga y por las criolladas de Ascensio Segura. Desde otro rincón acude Flora Tristán reclamando qué coño ocurre y tras ella llegan bailando las monturas de Ricardo Palma, ese humilde inventor de géneros, resguardado por su hijo Clemente, que ensaya fantásticas diatribas negras. Un segundo más y González Prada también aparece, señalando la pus en los reclamos y, a su lado, tímido y genial, José María Eguren protesta simbólicamente con sus tristes ojos.
La voz ha corrido por los estantes de la feria, las páginas tiemblan imperceptibles para los mortales, pero el verbo se sigue haciendo presencia: Vallejo, grande entre los grandes del planeta, ya llegó para apartar aquel cáliz y José Carlos Mariátegui alza el puño aunque discrepe con las ideas del atacado. Los que rodean a los manifestantes sienten la vibración en el aire, no saben qué es, pero también se indignan: será que Valdelomar ha llegado levantando el bastón y que un joven Martín Adán lo secunda. Los espectadores de este mundo contraatacan, preguntan a cuánto el táper, que cuánto les han pagado por insultar al escritor, y la enorme Magda Portal es una entre ellos, les susurra, los azuza, les muestra que una mujer debe hacer el doble de bulla para hacerse escuchar. Al ver a la impetuosa Magda, Ventura García Calderón cambia el encanto por las vivas, Diez Canseco y López Albújar también arengan, en tanto unas rezagadas Clorinda Matto y Mercedes Cabello aplauden en sincronía. Vargas Llosa algo debe estar sintiendo, su espalda se yergue, la caballería ha llegado: Ciro Alegría cabalga junto a su Fiero Vásquez y algo más atrás va llegando un luminoso Arguedas, antorcha en mano. Con el taita se erizan las pieles, los ojos se abrillantan, el tropel crece: Vargas Vicuña y Zavaleta no se hacen extrañar, Congrains se suma enloquecido, Luis Loayza vuelve oral su prosa transparente y una flaca figura apaga el cigarro para que su voz suene más nítica: es Ribeyro, nada menos, que hace mucho olvidó desencuentros, y al corrillo se suman Salazar Bondy, Westphalen, Eielson, Washington Delgado; se abrazan, juntan costillas, una risueña Blanca Varela improvisa un verso festivo y a partir de allí todo cambia, el orgullo vence a la mezquindad; llega Scorza redoblado, Gregorio Martínez jode lindo, José Watanabe bate palmas junto a Laura Riesco, Antonio Cisneros da saltos con Hinostroza, Calvo, Corcuera y Verástegui; Rivera Martínez asiente, Oswaldo Reynoso y Miguel Gutiérrez se dicen qué chucha y la algarabía es completa.
Mientras sube al auto, Vargas Llosa llora agradecido: un grandioso país literario lo acuna.
¡Viva el Perú!, escucha mientras se aleja.
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