Old Spice, old habit
- 08/12/2013
Cuando alguien me menciona la colonia Old Spice, a mi mente viene el botiquín de mi padre: el frasco de vidrio blanco, donde un velero azul parece flotar en la niebla, reposa junto al agua de azahar y al Hirudoid. A veces se me aparece también un recipiente de vidrio lechoso donde mi padre introducía una brocha húmeda para lograr una espuma jabonosa antes de afeitarse. (A pesar de tratarse de una fragancia, en esos momentos no me visitan los aromas: mi olfato es el menor de mis bienes).
Sin embargo, desde hace unos años, junto a esos recuerdos remotos también empezaron a visitarme imágenes de un test de mercado: Procter & Gamble quería lanzar por entonces una versión más fresca y moderna de la vieja marca y dispuso una prueba a ciegas de su nueva fórmula. Los resultados sin mostrar etiqueta eran halagadores: la nueva fragancia salía bien parada, incluso frente a aromas de marcas glamorosas como Hugo Boss o Carolina Herrera, si mal no recuerdo. Como usted ya debe adivinar, los problemas empezaban cuando esos aromas sobre la mesa aparecían con sus marcas al frente: no había forma de que un consumidor pudiera pensar que Old Spice, esa fragancia que se le regalaba a padres y abuelos, pudiera ser tan atractiva como las marcas más actuales.
Hace unos meses, por un instante me vi a mí mismo como esa botella blanca. Un suplemento cultural me había hecho unas preguntas acerca del “boom” de la literatura latinoamericana al igual que a otros tres escritores de edades distintas. Luego de su publicación en papel, aquel reportaje empezó a circular en versión digital por las redes sociales. Un día me topé con una alerta en facebook: alguien había hecho una opinión nombrándome. La curiosidad me llevó a encontrarme con una pila de comentarios sobre aquella publicación. Uno de ellos me trataba de imbécil por haber opinado que los narradores latinoamericanos que publicaron después del “boom” lo hacían sin la carga que sostuvieron García Márquez, Vargas Llosa y compañía, pues el mundo ya había depositado en ellos las imágenes que esperaba escuchar –o leer– de este continente exótico e idealizado. No me pude contener y respondí. Señalé que unas páginas mas adelante (indiqué el número) un escritor de culto radicado en México había esbozado, por coincidencia, una noción parecida, y pregunté al vacío si con él se sería igual de destemplado. Nadie respondió a ese argumento, y el administrador de la página dio por terminada la discusión con gran amabilidad.
Reconozco, sin embargo, que así como me duele aquel tipo de prejuicio cuando se comete conmigo, yo cometo otros tantos con quienes más me quieren. Me ha pasado, por ejemplo, cuando mi mujer me recrimina por alguna conducta y yo la etiqueto con el rótulo de “esposa jodida” en lugar de “testigo de excepción”. O cuando alguna de mis hijas me reclama cierta ausencia, y yo la rotulo como “adolescente voluble” para despercudirme de cierta culpa.
El medio es el mensaje, decía Mc Luhan. Si adapto esta premisa a las anécdotas que he relatado, resulta que la historia personal de cada portavoz le cambia el significado al mensaje que emite.
¿No sería bueno que, en el futuro, cada vez que alguien nos diga algo que no aprobamos, nos imaginemos por un instante que nos lo ha dicho otra persona?
Así, tal vez, podamos abstraernos de la subjetividad puesta en el emisor y lleguemos a analizar mejor lo que nos quieren decir, en lugar de criticar a quien nos lo está diciendo.
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