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Un puntito

  • 20/02/2015

Apenas nos enteramos salimos hacia la playa con unas toallas en la mano.
Mi novia recibía instrucciones del biólogo por el celular mientras nos acercábamos al tumulto. Lo rodeaban unos niños excitados, algunos adultos que opinaban y unas cuatrimotos ronroneantes. No era de extrañar que el pequeño bebé sintiera pánico. Daba rugiditos, mostraba los dientes y, de tanto en tanto, trataba de huir hacia el agua, pero esa mañana las olas eran tan grandes que su cuerpecito era revolcado una y otra vez.
El biólogo de ORCA: Deben sacarlo de allí y llevarlo a una casa de confianza para que pase el día aislado. Tenemos que salvarlo del estrés.
Una señora: ¡¿A dónde se lo llevan?!
El salvavidas: Antes unos chiquíos le estaban dando palazos…
Una chica: ¡Si lo tocan su mamá no va a querer recibirlo de vuelta!
Mi novia y yo tratamos de atraparlo, pero era escurridizo. Felizmente, un adolescente decidido vino en nuestro auxilio y alcanzó a agarrarlo no sin antes recibir una dentellada. En el camino a casa, el pequeño lobito era como un flautista de Hamelín envuelto en toallas: una legión de niños lo seguía tratando de tocarle las aletas. Cuando llegamos a nuestra casa, el silencio fue un bálsamo.
Mis hijas: ¡Awww, qué cosita! ¡No lo puedo creer!
Una amiguita invitada: ¿No hay que darle leche?
Otra amiga invitada: ¿No necesita estar en agua?
Tendimos una toalla en el piso y no pasó ni un minuto para que el bebé, exhausto, se quedara dormido. Lo contemplamos a través de la mampara asistiendo a un milagro: no todos los días se tiene a un lactante así en casa. Un par de fotos suyas fueron subidas a Facebook y el lobito empezó a ser una celebridad entre nuestros conocidos de la red.
Mariana: ¡Devuélvanlo al mar!
Katia: No debieron tocarlo…
Santiago: ¡Hay que darle agua!
Mi novia: Tranquilos, solo hay que dejarlo allí.
Ese domingo pasamos las horas en casa, atentos a los eventuales aullidos de Marco –¿gritaría “mamá”?– las pocas veces que despertaba. Cuando el sol se ponía, decidimos que era el momento: la mayoría de veraneantes ya debía estar en camino a la ciudad. O eso rogábamos.
Mi novia:¿Y si su mamá no aparece?
Yo: Tú misma me has dicho que puede esperar hasta por cuatro días.
Mi novia: Me refiero a que si es huérfano…
Pero todavía había gente en la playa, aunque poca.
El adolescente: ¡Si lo dejamos entrar al agua se va ahogar!
Una señora: ¡No hombre, si nadar está en sus genes!
Marco: ¡Déjenme en paz, carajo!
En ese instante preciso, el mar se aquietó un poco. El lobito atravesó la espuma y se enfrentó a las olas. Una tras otra. Todos lo mirábamos, alentándolo en silencio.
El biólogo de ORCA: Los lobitos no pueden nadar solos y tampoco saben orientarse. Su mamá debió estar llamándolo en una frecuencia que no escuchamos y por eso se lanzó decidido.
Mi novia: Pero a ella no la vimos…
El biólogo de ORCA: Debió estar debajo de él, ayudándolo a flotar.
Nunca olvidaré su cabecita, un puntito negro rumbo a los islotes de Puerto Viejo.

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