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Oswaldo se fue más sabio

  • 25/05/2016

En los últimos tiempos me he entristecido mucho con la muerte de varios escritores, pero con Oswaldo Reynoso ha sido la primera vez que he soltado una lágrima.
Será porque leer “Los inocentes” en la adolescencia me abrió un panorama nuevo: los narradores podían escribir sobre cosas que yo sentía en mi rinconcito, y no solo sobre piratas de otro siglo o abigeos en el Marañón.
O quizá la razón sea todavía más egoísta: cuando hace varios años escuché por fin a mis tripas y escribí unos relatos, alguien me dijo “llévalos donde Reynoso”, y allí estuvo él, en su casita de Jesús María, recibiendo a este joven desconocido con la generosidad en el corazón y el rigor en el lápiz. “Publícalos”, me dijo, cuando regresé por su veredicto, muerto de nervios, y mi vida desde entonces ya no fue igual.
¿Y no habrá sido, además, porque cada vez que entrábamos a un colegio lo recibían como a una estrella de rock, como corresponde al best seller clandestino que se empeñó en ser?
O tal vez sea por el ultimísimo recuerdo que tengo de él:
Estábamos en una ceremonia que reunía a varios escritores. De pronto, a la hora de empuñar los vinos, noté que conversaba cordialmente con Fernando Ampuero, un escritor con quien no se llevaba bien.
El corazón se me esponjó.
Fernando me contó días después la manera en que Oswaldo se le acercó:
–Somos tan pocos, que no vale la pena estar peleados.
Oswaldo murió generoso, combativo y con el amor intacto por la buena prosa.
Y, por lo que vi en esa última reunión, se fue más sabio que nunca.

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