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Ministros, a bajar el vidrio oscuro

  • 11/07/2009

Ayer me acordé de Jaime, no sé por qué.

El es uno de esos conocidos míos que en los últimos quince años -sea por comicios, nombramiento a dedo, o mérito propio- se vieron convertidos de la noche a la mañana en altos funcionarios del Gobierno o del Estado.

Cuando pienso en Jaime también pienso en mí. Me pregunto qué cambios me ocurrirían si es que poco a poco, como una niebla, las sonrisas amables se extendieran a mi alrededor. Si me invitaran cada vez más seguido a dar discursos ante gente influyente o si periodistas cada vez más encumbrados me pidieran una entrevista. O peor aún: si es que en ese vecindario paralelo llamado Facebook, me aparecieran más emoticones y pulgares alzados de entusiasmo ante cualquier estupidez que se me ocurriera compartir. Ser nombrado una autoridad pública equivale a entrar, sin darse cuenta, en un Truman Show: aquella película en la que el protagonista vive, sin notarlo, en un set gigantesco en el cual los demás le dan una falsa sensación de seguridad. Lo peor de ese ayayerismo concertado y cortesano es que, lenta e inexorablemente, termina distanciando al funcionario de aquello que ocurre en la realidad. A veces suelo fantasear con el momento exacto en que se desencadena esta brecha, y siempre me imagino que es cuando el individuo se sienta en el asiento posterior del auto oficial y el vidrio polarizado sube protegiéndolo de la calle, como una metáfora de lo que pronto sucederá. No hay forma de que adoptando una vida así, con halagadores y aislamiento, se gobierne con soluciones a la medida de lo real. No hay manera de que viviendo meses así la vanidad no mute en soberbia, y la soberbia no se transforme en Baguas, planes de estatización o afanes de reelección. Y si bien esta maquinaria de cortesías interesadas y protocolos mal ideados termina perjudicando a los ciudadanos, paradójicamente, a quien más daño le causa es al funcionario incauto que se cree el proceso.

Eso le pasó a Jaime, a quien he cambiado el nombre por respeto.

Lo recuerdo como un ministro “exitoso”, hasta que una movida política lo sacó del portafolio hace un buen tiempo. Años después, su cuñado me confesó que él mismo le solía prestar plata para tomar el microbús: cuando dejó de ser ministro, y luego cayó en desgracia económica, su red de amigos y admiradores resultó ser de burbuja. Por eso no deja de ser sabia aquella costumbre que tenían los romanos durante la coronación del César, cuando un esclavo le susurraba a cada momento: “Recuerda que eres mortal…” Pues, señoras y señores del flamante gabinete, eso es lo que son. Mortales, como el más alejado ciudadano al que deben servir. A bajar los vidrios oscuros, a sufrir de vez en cuando con nosotros los embotellamientos, a ponerse en los zapatos de quien no les sonríe porque jamás los ha visto.

Así como no se sirve bien a un cliente sin conocerlo, no se sirve a una Nación alejándose de ella.

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