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La bruta, el caviar y el vendepatria

  • 30/03/2012

Las mesas de buffet son un buen refugio para los compulsivos como yo. Esta vez me acompaña mi mujer, más que hermosa con ese vestido, quien se pone a mi lado mientras mis manos ametrallan la mesa. En ese instante se nos une una amiga y, al ver la forma en que ha venido arreglada, se me ocurre que las embajadas deben tener un trato con las peluquerías: en sus recepciones, la multiplicación de pelos lacios es más segura que la de los panes. Nos saludamos y empezamos a hablar de esas cosas ligeras que se dicen mientras se mastica al paso.  De pronto, aparece ella: una periodista conocida y bastante guapa que, desde el pedestal de sus tacos doce, saluda a los presentes con una sonrisa tímida. Nosotros la miramos con disimulo, sin dejar de comer. Mi mujer comenta:

–Qué alta es. Eso no se nota en la tele.

Nuestra amiga no esconde cierto desprecio:

–Oh, no sabes lo bruta que me parece esta chica.

Yo la sigo observando de reojo. La acaban de rodear tres tipos con pinta de abogado corporativo y ella asiente, se muestra amable, rechaza una copa de champaña. No me parece bruta. A lo mucho la podría tildar de poco incisiva, pero soy consciente de que en ciertos sectores se la percibe así.  En las redes sociales he notado el desprecio jubiloso con que la tratan. ¿Será porque fue reina de belleza antes de ser periodista? ¿Se deberá a que nuestra mente tiende a etiquetar lo que nos rodea sin puntos medios? ¿No vive ella en un mundo donde los cargadores de féretros tienen que ser negros, los empresarios corporativos tienen que ser crueles y la mujer inteligente tiene que ser poco femenina como Susan Sontag? ¿No será que para confirmar nuestros prejuicios nos abocamos a encontrar esos indicios en lugar de buscar otros que los desmientan? Al dejar aquella recepción recordé la última que no le perdonaron: un temblor fuerte mientras ella estaba al aire. Con la voz bastante pausada y sin levantarse de su asiento cometió un lapsus que contradijo su postura serena: “señores, no hay que tener ninguna calma, esto va a pasar.” Al día siguiente la fusilaron en Facebook. Una de las mujeres que lo hizo había confesado, líneas atrás, que durante el temblor había volado escaleras abajo. Es decir, se burlaba de los nervios escondidos de la periodista cuando ella ni siquiera había controlado los suyos.
Alguna vez escuché que el prejuicio es algo que heredamos de nuestros antepasados: si no discernías en medio segundo lo que te convenía o no, podías terminar engullido por tu entorno. Esa costumbre de segregar en bandos lo que es bueno o es malo probablemente nos acompañe ahora en versiones que tratan injustamente a quienes no se ajustan a los patrones más fáciles de asimilar. Quién sabe si ahora que el tigre dientes de sable no nos puede comer ya, el prejuicio se haya convertido en una herramienta de supervivencia social o de contraseña para ser parte de un grupo seguro. Ser del bando de quienes piensan que todas las modelos son brutas, o que los izquierdistas no deben comer en buenos restaurantes o que todo gerente de minera es un vendepatria es una manera de caminar seguro en tu mundo.

Un mundo muy limitado, la verdad.

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