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Historia de un sacrilegio

  • 25/04/2014

La novedad que encontré este verano al volver a mi condominio de playa fue una decena de bancas clavadas en el pasto frente a una mesa larga. Están cerca de una piscina grande, bajo unos árboles que les otorgan sombra.
Cuando las vi me quedó claro que se les daría uso de capilla los domingos.

Imaginé que se había decidido colocarlas luego de una votación a la que no llegué a asistir, pero que igual habría apoyado. Si la mayoría de mis vecinos son católicos que quieren practicar su fe, ¿quién soy yo para oponerme? Lo bueno de la tolerancia es que si un día se me antojara ser parte de una minoría que rinde culto a su dios con una fogata en la orilla al atardecer, tendría el mismo derecho a exigir respeto. No porque una Constitución me respalde, sino porque la ley de reciprocidad cotidiana es más poderosa que cualquier párrafo escrito en un parlamento.

Esta Semana Santa volví al condominio con mi familia para despedir la temporada.

Para el Sábado de Gloria se había organizado un programa festivo cerca del área verde que mencioné al inicio. Habría comida, juegos y música, y hacia allá caminamos a media mañana bien embadurnados de bloqueador, dispuestos a pasarla bien sobre el césped.

Pero llegó un momento en que debimos sustraernos a la algarabía comunal por órdenes de arriba: era el sol, que ya nos quemaba. La familia de mi novia tiene antecedentes de cáncer a la piel, así que buscamos sombra y la encontramos bajo los árboles que protegen el mobiliario que ya he descrito. La conversación cogió nuevos bríos bajo la sombra, pero tuve que dejarla por un instante.

Esta vez eran órdenes de abajo: tenía que ir al baño.

Cuando volví mi familia seguía conversando entre sonrisas, pero esta vez comentaban una novedad: durante mi ausencia, el administrador de la playa se había acercado al padre de mi novia a pedirle que dejara de usar como asiento la mesa que preside las bancas.

El papá de mi novia es un señor educado que siempre lleva la fiesta en paz. Él lo tomó como una anécdota y yo como tema para un artículo. ¿No es curioso lo literales que solemos ser las personas? El vecino que sugirió al administrador que invitara a mi suegro a bajarse de esa mesa no se daba cuenta de que, en ese instante, ese tablón no cumplía la función de un altar religioso. Era un refugio contra el sol. Si ese conjunto de bancas se convierte en una capilla una vez a la semana es, ni más ni menos, por obra de una convención temporal. De la misma forma y bajo esa convención, si al caminar hacia esos árboles hubiéramos visto a un vecino rezando en alguna de esas bancas, habríamos entendido que lo mejor era no irrumpir en su espacio. ¡Ah! Si en vez de ser tan pegados a la letra en nuestras creencias religiosas lo fuéramos en esa otra convención llamada espacio público, tendríamos más orden en nuestras calles y menos conflictos al defender nuestros derechos.

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