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El pequeño en la bruma

  • 21/03/2014

Ayer lo vi después de algunos meses.

Me acababa de asomar, soñoliento, a la ventana. Era bien temprano: en los edificios vecinos había luces encendidas donde hasta hace poco, en el verano, había entrado el sol con ánimo.
Allí estaba, delante de su edificio. Bien peinadito. Bajito. En uniforme escolar.

La única señal de su crecimiento era la ausencia de su madre, esa señora en bata que lo acompañaba el año pasado. Parecía resignado a ser succionado por el sistema educativo a través de la movilidad escolar.
A sus compañeros de destino también me los encuentro en esas camionetas.

Sucede cuando agarro mi bicicleta y me ejercito por las calles antes de que el tráfico adquiera densidad. Sus caritas me observan desde las ventanillas, lánguidas porque aun no despiertan del todo, y me recuerdan al ganado que es transportado con ojos lastimeros.

Me basta una simple resta para calcular que entre el momento en el que los recogen y el momento en el que entrarán a clases habrá más de una hora de diferencia. Para mi pequeño vecino eso equivale a levantarse casi en penumbras, tomar desayuno cuando el cuerpo aun no se da cuenta de que tiene hambre, esperar a la movilidad en el frío y encerrarse luego en un circuito de recojos que termina al otro extremo de la ciudad. Para entonces aun no serán ni las ocho de la mañana y a mi pequeño vecino le faltarán todavía siete horas en un salón de clase y el retorno a mi barrio en la misma movilidad, esta vez en el tráfico tenaz de una ciudad totalmente despierta.

Si por lo menos valiera la pena, me digo. Si al menos esos colegios a los que llegan después de la odisea fueran un espacio que los ilusionara y los retara con maravillas. Si los libros estuvieran sobre alfombras coloridas para tumbarse y no en habitaciones que huelen a mazmorra. Si en vez de enfrentarse a textos aburridos les dieran a desarmar, por ejemplo, una motocicleta para aprender de física, de química y de matemáticas. ¡Si la mitad de nuestros maestros no fueran analfabetos funcionales!

Por el uniforme que usa sé que mi pequeño vecino va a un colegio privilegiado que, en teoría, está más cerca de una educación que desarrolla en lugar de castrar.

¿Pero no será que incluso un colegio “privilegiado” no sale a cuenta cuando uno se pone en sus zapatos? ¿Que su vida se enriquecería más si estudiara en un colegio cercano a su casa aunque no tuviera renombre? ¿Que desayunar en tranquilidad con sus padres durante once años podría hacer una gran diferencia en su vida? ¿No será que depositamos en las escuelas de nuestros hijos una importancia excesiva porque la verdadera forja de su carácter y habilidades está en nosotros, sus padres, y eso nos aterroriza? Son algunas de las preguntas que me hice y me seguiré haciendo mientras vea a ese pequeño bostezar bajo mi ventana.

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