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El general, el estadio, las medallas

  • 18/08/2012

Una pareja de amigos de mi mujer ha llegado al Perú y ha dejado Lima para el final.

Ella es española y él es suizo. Se quedarán un par de días bajo esta lona gris, luego de dos semanas en nuestra sierra del sur. Sé que de Lima también se irán contentos. Los limeños sabemos que nuestra ciudad tiene el dudoso galardón de ser una grata sorpresa para los visitantes: esperan encontrarse con una urbe peligrosa en un desierto caótico y terminan conociendo una capital que, si bien es injusta y desigual como muchas ciudades latinoamericanas, también es amigable, gastronómica y hasta maleconera para quien circule por los circuitos adecuados. Entonces, manejando voy para conocerlos, rumbo a mi casa, que es donde han llegado a hospedarse.

Calculo que en treinta minutos estaré con ellos, si el tráfico me deja.

Enciendo la radio y me topo con la entrevista a una enfermera del Ejército Peruano. La señorita es valiente: la escucho denunciar el mal servicio que se le da a los pacientes del Hospital Militar, que es donde trabaja. De pronto, la enfermera relata una triste anécdota: el Ministro de Defensa visitó el hospital y, en un momento dado, un efectivo caído en acción, lisiado de por vida, se las arregló para comentarle las mejoras que podrían darse en el centro de salud. Una vez que el Ministro se ha ido del hospital, un general le recrimina al paciente su conducta. Que qué se ha creído. Que para eso hay canales regulares. Y que, como castigo, se le quitará el televisor que tiene frente a la cama. Así es. Al hombre que perdió las piernas sirviendo a su país, se le quita la única ventana que tenía al frente. Mientras manejo, rumio la injusticia, pero pronto me olvido.

Al cabo de un rato ya estoy con mi mujer y la pareja de europeos tratando de ser un anfitrión aceptable. Ahora manejo rumbo al centro de Lima. Mi mujer y yo vamos narrándoles las particularidades de Lima y los lugares por los que vamos pasando. De pronto aparece ante nosotros el recientemente reconstruido Estadio Nacional. Un portento de ingeniería que se eleva entre las piletas del Parque de las Aguas. Sí: por un momento Lima parece tener un aire al primer mundo. Hasta que una pregunta inocente, soltada por uno de los visitantes, derrumba la ilusión.

–¿Y cuántas medallas han ganado en estas olimpiadas?

Y es allí donde me parece que nace este artículo.

El Estado Nacional es uno de esos símbolos de la confusión que hay entre modernización y modernidad. ¿De qué sirve ese recipiente gigantesco si no hay una gestión moderna del deporte detrás? ¿De qué sirven las instalaciones más modernas para educar, si la gran reforma de la educacion sigue ausente en sus aulas? ¿De qué valen las calles asfaltadas si un peatón no puede cruzar seguro por ellas? La modernización es fácil si se tiene plata: está referida a los ladrillos, al acero y al cemento. Es la modernidad lo difícil: cambiar mentalidades siempre será más arduo que cambiar fachadas. Cualquier alcalde o empresario con recursos puede perennizar su gestión con un edificio de cristales, pero raro será aquel que sea recordado por la cultura que creó en su trayectoria, de la misma forma en que más fácil será, seguramente, actualizar el armamento de nuestro ejército que dotar de humanidad a ese general mencionado en la radio.

Personas de sagaz gestión y con nobleza en sus acciones: ya que es difícil encontrarlas, no nos queda otra que empezar a formarlas.

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