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Cómo se mide

  • 31/08/2019

Me reúno con un funcionario del Estado cuya misión es promover la cultura peruana en otros países y, luego de escuchar sus retos, se me graba tal vez el mayor de todos: cómo justificar ante el Ministerio de Economía y Finanzas las inversiones de promoción para nuestras artes. Cómo medir un posible retorno. Qué indicadores usar. Cómo convencer al cajero de que suelte dinero para algo tan gaseoso como el procesamiento de las emociones.
Cómo me gustaría ser poeta y saltador de garrocha para irrumpir estruendoso por las ventanas del MEF y recitarles algo que afloje sus engranajes, que los devuelva a la niñez incontaminada, que los conmueva para permitirse cierta heterodoxia. Preguntarles cómo mides la sonrisa embobada de un niño extranjero que ve a un danzante de tijeras irrumpir en su centro comercial; cómo calculas ese germen inyectado, la inquietud por conocer esta tierra mágica con un espinazo andino, los viajes que algún día hará con sus amigos.
Cómo mides la fantasía de una adolescente lejana que se topa con bellísimos telares tejidos por manos que existieron dos mil años antes de su presencia en ese museo; cómo conviertes en un dígito sus ganas de cubrir su inseguridad con ese hermoso traje que un artista peruano ha diseñado inspirado en sus ancestros.
Cómo mides la reacción de una pareja canadiense que de puro aburrida sintoniza la inauguración de unos juegos Panamericanos y se enfrenta de golpe a una riqueza como la nuestra; cómo dimensionas su asombro al ver unos caballos bailar marinera, cómo calculas la extensión de sus bocas abiertas cuando Juan Diego Florez canta con todo el aire que cabe en su pecho, cómo le sigues el ritmo a sus pies una vez que se contagian de la cumbia peruana.
Cómo mides el orgullo de un niño que ha crecido en nuestro valle del Mantaro al ver en cadena nacional, mientras las tribunas rugen, ese huaylarsh bien zapateado que se contrasta con las tristes historias de su abuelo al que ninguneaban en Lima por ser serrano; con qué vara se mide una autoestima que crece, qué medidor existe para calibrar las consecuencias de que ahora ese niño salga a pasear con sus padres vistiendo la blanquirroja.
Cómo mides los litros de lágrimas de esos peruanos que vieron los Panamericanos desde el extranjero, cómo dimensionas la nostalgia convertida en orgullo, cómo aquilatas esas ganas de salir a las calles nevadas y decir soy peruano, carajo, y no soy menos que nadie, porque vengo de un país que mueve montañas.
Cómo se mide la envidia que nos tienen nuestros vecinos, cómo calculas sus extraordinarios esfuerzos por imitar lo mejor que tenemos para que, con el tiempo, terminen añadiéndole más fama a lo que hacemos.
Cómo se mide la imaginación que se incuba en cabezas lejanas cuando se lee un cuento, un poema o una novela peruana; el giro que da una mente cuando cambia su noción primariosa de llamas pastando frente a la catedral de Lima por la de un país complejísimo; cómo se mide el hueco que dejaría en el mundo la no existencia de Vallejo, Ribeyro, Varela, Arguedas o Vargas Llosa; el vacío de los escritores que vendrán, el de esos cronistas contemporáneos que son nuestros cineastas, el de esos agentes de viaje que son nuestros cocineros.
Cómo se mide, díganme, cómo se mide.

 

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