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Celulares en la mesa

  • 04/09/2015

Hace un tiempo me llegó la noticia de un restaurante en Argentina que había colocado en sus mesas un área azul que imita una parcela de estacionamiento para autos. Los lugares delimitados tienen el tamaño adecuado para que descansen los celulares de los comensales, como Chevrolets o Toyotas en miniatura a la espera de que sus dueños terminen sus alimentos.
En mi familia yo también impuse un artilugio para que al sentarnos en un restaurante nadie toque su celular. No fue una idea mía, pero la bauticé con un nombre adaptado a nuestras costumbres: la “Jenga de celulares”, como ese juego de paralelepípedos de madera que forman una torre hasta que alguien la derrumba cuando le toca quitar la pieza que sostiene a la estructura. En nuestro caso, nuestros celulares se ponen uno encima de otro y el primer que toca el suyo paga la cuenta.
Es difícil para muchos luchar contra la tentación del celular en una mesa y he encontrado dos tendencias generales que tratan de explicar esta adicción. La primera tiene que ver con esa condición tan arcaica como humana de que sentirnos parte de una comunidad nos otorga una idea de protección. Es claro que si nuestros lejanos antepasados no hubieran sido seres gregarios amparados en la comunicación, no habríamos llegado demasiado lejos. Que alguien nos diga a la distancia “me gusta lo que has publicado” podría equivaler a sentir la protección de la manada, aunque esto diste de la verdad: que un sector de tu cerebro se sienta gratificado no significa que esos amigos virtuales vayan a salvarte de los megaterios simbólicos de hoy.
La otra tendencia que he encontrado es que el ser humano tiene una gran debilidad por el descubrimiento. Si nos convertimos en la especie dominante del planeta no fue solo porque aprendimos a comunicarnos, sino también porque fuimos flexibles ante las circunstancias y no dudamos en adoptar masivamente los descubrimientos de otros sin mayores cuestionamientos (recomiendo leer a Yuval Noah Harari sobre este punto). Qué comodo resulta, por lo tanto, tener un aparatito al lado que te conecte con las últimas novedades y que recompense tu curiosidad activando tu dopamina.
Sin embargo, esta costumbre de llevar el celular a comer está afectando la rentabilidad de los restaurantes y quién sabe si no esté ocasionando un alza de precios para los comensales. Hace diez años, un grupo de amigos se sentaba a comer y el dueño del restaurante podía ver con satisfacción que el tiempo fluía entre conversaciones y degustación de los platillos. Hoy la comida transcurre también entre las divagaciones de los comensales con sus teléfonos, las fotos que el mesero debe hacerle al grupo, las fotos que cada comensal le hace a sus propios platos y, por supuesto, el tiempo que toma colgar y etiquetar esas fotos en las redes sociales. Una vez leí que un restaurante neoyorquino había recibido quejas sobre sus tiempos de espera y, claro, la primera sospecha recayó en el personal del local. No fue hasta estudiar las cámara de seguridad cuando cayeron los verdaderos responsables: quienes ocupaban las mesas.
Quién sabe si pronto no solo tengamos que decirles a nuestros hijos “ten más respeto y apaga tu aparato”, sino también: “apágalo, que así nos harán un descuento”.

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