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Caviarcito

  • 12/10/2019

 

Conozco a Santiago la mitad de sus trece años y lo he visto interesarse en todo: cocina, videojuegos, fútbol, física cuántica, literatura y, a estas alturas, la política. Cuando la última batalla entre el Ejecutivo y el Parlamento parecía inclinarse por la disolución del Congreso, su madre y yo estábamos del otro lado del mundo, con los ojos soñolientos imantados a las redes. Los memes suelen ser un termómetro político y uno que Santiago compartió nos ayudó a tomar la temperatura desde allá: un retrato seriote del presidente Vizcarra junto al lema de Nike, “Just do it”.

No deseo discutir aquí si lo de Vizcarra fue constitucional, o si estuvo al filo, sino explorar la respuesta que un chiquillo de su entorno le respondió ahí mismo a Santiago: “Jódete caviar”. O algo así. Las historias de Instagram son efímeras como la credibilidad de un político.

¿Qué puede llevar a un chico de tan corta edad a expresarse así de un compañero a causa de la política? Obviamente, la respuesta está en lo que escucha en casa. Replanteo, entonces: ¿Qué puede llevar a unos adultos de situación acomodada a exclamar macarthistamente que la disolución temporal de nuestro Congreso es parte de un oscuro plan comunista?
Se me ocurren varias razones.

Quizá se trate de una familia que perdió su hacienda con la reforma agraria durante la dictadura socialista de Velasco. Un impacto así tendría ecos traumáticos por generaciones y no soportaría matiz alguno: ¡ay! de quien les dijera que una reforma en el campo sí era necesaria y que hubo varias oportunidades de realizarla durante el siglo veinte, hasta que Velasco la impuso, lamentablemente, de la peor manera. O tal vez dicha familia perdió vidas a manos del sangriento radicalismo de Sendero Luminoso o del MRTA en los ochentas y noventas. De ser así, ¿cómo podría criticarles ese miedo a lo que no sea derecha-derecha? De poco serviría, además, recordarles que quienes más vidas perdieron con el terrorismo fueron los peruanos más alejados de su entorno socioeconómico. También se me ha ocurrido que quizá la familia del compañerito de Santiago tenga fuertes lazos con Venezuela: no hay que ser muy listo para darse cuenta de la hecatombe social que ha significado el chavismo para este país hermano. O quizá, quién sabe, sean descendientes de Franco o Pinochet, con lo cual no queda nada que discutir. Pero tal vez me haya pasado tres pueblos, como dicen los españoles: a lo mejor, el entorno del niño tan solo es parte de esa enorme porción de la humanidad que tiene una conexión neuronal que tiende a privilegiar la “eficiencia” antes que la “equidad”, los resultados económicos sobre los avances sociales. Sin embargo, respirando ya varias décadas en este país que amo a pesar de sus desigualdades, me atrevo a lanzar una última razón: tal vez se trate, simplemente, de peruanos que temen perder sus privilegios. Cuando recuerdo la histeria de quienes decían que el expresidente Humala iba a secuestrar a sus hijos para adoctrinarlos en el comunismo, queda claro que el miedo transtorna, que aterra perder el lugar conseguido con el auspicio de un sistema injusto.

Qué más puedo decirte, Santiaguito, si este es uno de nuestros grandes lastres: en el Perú hay gente con plata, pero sin mundo.

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