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Cariñito

  • 03/08/2019

En octubre de 1952 el presidente Manuel Odría sumó a su vasto legado de concreto la obra más popular de su gobierno: el Estadio Nacional. Existen fotos suyas, el saco del terno cerrado por un botón, siendo aclamado desde las flamantes tribunas mientras camina por la pista atlética de ceniza que hoy no existe más. Sobre ese césped con savia nueva –donde un rato después la selección peruana de fútbol perdería ante la de Bolivia– sonríen comparsas folclóricas y también puede verse a una juventud femenina, perfectamente alineada de blanco, levantando banderas peruanas en actitud marcial. Las fotos no transmiten el sonido, pero uno puede imaginarse el vocerío y también las marchas festivas que debe haber tocado la banda militar.

También podemos imaginar la música que se escuchaba en Lima por esos días.

El trío “Los Embajadores Criollos” era tan popular que pronto serían conocidos como “los ídolos del pueblo” y, por entonces, el ‘Carreta’ Jorge Pérez ya era la desenfadada voz de “Los Troveros Criollos”. Las historias cantadas pertenecían a la urbe costeña y la manera de bailarlas, como todos saben, parodiaba en pocos metros cuadrados a los valses y polcas que en salones europeos alcanzaban mayor amplitud. Las clases medias y pudientes también podían acceder al cancionero estadounidense que se difundía imparable luego de la Segunda Guerra Mundial, y algunas caderas empezaban a rendirse ante esa salvaje creación del cubano Pérez Prado que el mundo conocería como mambo. Mientras la altiplánica Bolivia nos ganaba 1 a 0 no había ninguna canción andina emitiéndose por la radio, pero pronto entrarían de puntillas por una puerta lateral: el programa “El sol de los Andes” empezaría a programarlas en 1953.

El Perú, pues, era largamente andino en su población, pero buscaba ser blanco en su representación oficial. ¿Qué habría pensado un testigo cualquiera de aquel Estadio Nacional si, por obra mágica, hubiera sido trasladado al actual durante la inauguración de los Panamericanos Lima 2019? Se habría emocionado quizá ante esa hermosa proyección de Chabuca Granda cantando “Bello durmiente” junto a Juan Diego Florez, o ante la preciosa estampa costeña de nuestros caballos de paso. Pero, con seguridad, habría asistido boquiabierto a ese río de deportistas peruanos que ingresaron al campo bailando una canción andina con acentos tropicales, en tanto las tribunas coreaban con delirio: «Lloro por quererte, por amarte, por desearte; ay, cariño, ay mi vida: nunca, pero nunca, me abandones cariñito».

Ángel Aníbal Rosado compuso “Cariñito” en 1979. Nacido en Lima diez años antes de que Odría inaugurara su estadio, pasó su infancia en Barrios Altos, el epicentro de la música criolla, y compuso varias canciones de ese género. Se dice que de niño su madre lo llevó a vivir a un pueblo de la serranía de Lima y que allí compuso algunos huaynos. Felizmente: en 1976 fundó Los Hijos del Sol, un grupo que prosiguió la ruta de Los Destellos, Los Mirlos y Juaneco y su Combo hasta colocar los cimientos de lo que hoy llamamos cumbia peruana. Murió en 2008. Nunca vio a su canción levantar en vilo al Estadio Nacional, ni al mundo disfrutarla en pantallas mientras millones de peruanos la cantábamos emocionados. Lo que sí percibió antes que muchos es el nacimiento de un país que empieza a reconocerse mestizo, orgullosamente cholo, que presiente que nuestra grandeza se encuentra en nuestra mezcla.

 

 

 

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