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Bolichera a remos

  • 09/05/2014

Entre el momento que salí temprano de casa y me puse a escribir de tarde estas líneas me topé con una renovadora de calzado, tres ferreterías, cuatro panaderías, tres gimnasios, un consultorio de amarres para el ser amado, diez farmacias, ocho chifas, seis hostales al paso (dos eran hostal-chifa), trece restaurantes de menú, quince puestos de comida al paso, cinco servicios técnicos para computadoras, doce tiendas de venta de celular. De esta observación –que reconozco muy sesgada– podría sacar en claro que somos una sociedad que come muchísimo, que se comunica bastante, que se da sus escapadas amatorias (a veces mientras come), que a veces se ejercita y que consume medicinas de manera escandalosa.
Al no haberme topado con una sola librería, también parecería que no somos una sociedad que compra libros.

Basta con hacer cuentas para que la estadística resuene como la María Angola: en este Perú que solemos celebrar como milagro económico existe solo una librería por cada 700 mil personas. Si a esta cifra exigua le añadimos que el Estado jamás ha implementado una red de bibliotecas modernas en nuestros distritos y en los colegios a su cargo, se entenderá por qué somos un país tan a la zaga en comprensión lectora.

Sé lo que puede estar pensando un grupo de lectores en este momento: que el germen de la lectura no se encuentra en la calle o en la escuela, sino en el propio hogar. Así como los buenos hábitos –lavarse los dientes, comer verduras, saber agradecer– nacen en casa, la lectura también. Un padre o un tío que le lee a los pequeños y que a la vez enseña con el ejemplo, puede ser la mayor bendición para un ser humano. ¿Pero qué ocurrirá con todos esos pequeños que no tienen la suerte de rodearse de este hábito en casa y que, encima, salen a una calle y a un colegio donde el libro es invisible?

Sé también lo que puede opinar otra legión de lectores: que quizá nunca como hoy tengamos a tantos jóvenes leyendo en sus computadoras y celulares. Estoy de acuerdo en la observación superficial.
Pero leer no es lo mismo que decodificar caracteres.

Hoy en día, casi ocho de cada diez peruanos no entiende bien lo que lee. Somos una sociedad que puede entender un chiste de Jaimito publicado en Facebook o el chisme político en alguna versión digital. Pero, ¿de verdad pueden nuestros chicos procesar mensajes abstractos con un sentido crítico? Según las cifras que mencioné, no. La razón es simple: ser un lector competente requiere un ejercicio constante de íntima relación con los libros, sean impresos o en pantalla, y un país donde es más probable encontrar un consultorio de chamanes que una librería o una biblioteca no es el mejor lugar para que esto ocurra. Por eso –y aquí va un cherry descarado–, me emociona ver que LibroMóvil, un proyecto de librerías ambulantes que vi gestar, empezó esta semana a vender libros en Lima a precios asequibles. No sé si prenderá. Pero si alguna vez se topa con un módulo y compra cualquier ejemplar, habrá ayudado un poquito a remar esta bolichera contra la corriente.

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